Unos coches llamados Dominó

“La primera torre de Mangana sita en Cuenca (España), era de planta cuadrada, la podemos conocer gracias al pintor Antón Wyngaerde; aunque en el dibujo que nos dejó de ella (1565) no aparecen la cruz y la veleta de hierro que, en 1532, el rejero Esteban Limosín puso en el chapitel que cerraba la torre, y que estaba recubierto de hojalata. Hay constancia de que, a fines del siglo XVI, el arquitecto Juan Andrea Rodi ejecutó unas obras en la torre; pero ni éstas ni otras obras realizadas posteriormente alteraron su fisonomía pues, según podemos observar estudiando la vista que de la ciudad realizó don Juan Llanes y Massa en el siglo XVIII, la torre era igual a la que dos siglos antes dibujara Wyngaerde.

La caída de un rayo a fines del siglo XVIII y la venida de los franceses a principios del XIX motivaron la intervención del arquitecto Mateo López, que se ocupó de reparar los importantes daños que por estos dos sucesos había sufrido la torre. Durante la segunda mitad del siglo XIX, se decidió cambiar el remate de la torre; el cual, a pesar de las restauraciones, nos consta que en 1862 estaba en un pésimo estado. En 1926, la fisonomía de la torre cambiará notablemente, con la reforma que el arquitecto Fernando Alcántara llevó a cabo dentro de un estilo neomudéjar. Suprimió el chapitel y, en su lugar, puso un pequeño cuerpo de campanas, de planta cuadrada, que cubrió con un cupulín. Las paredes fueron revestidas con una decoración rica y colorista, inspirada en motivos islámicos, principalmente norteafricanos; mientras que las almenas escalonadas que remataban la torre nos remiten a la mezquita cordobesa. Pero esta pintoresca torre neomudéjar no habría de ser la definitiva: Mangana volvió a ser nuevamente remodelada en 1970. Con esta reconstrucción se pretendía, según se hace constar en la memoria del proyecto, dignificar una torre que, aunque no se podía considerar un monumento artístico de primer orden, tenía una gran importancia para Cuenca, pues se había convertido en uno de sus símbolos. Dignificarla significó robustecerla, en este caso. El proyecto que en 1968 realizó Víctor Caballero, supuso encastillar la torre, y darle un carácter fortificado y de arquitectura militar que no había tenido ni en su origen (cuando era parte de la vieja muralla). Caballero dotó a la construcción de un potentísimo matacán, y la remató sin tejado; con lo que colocó en difícil competencia el nuevo aire compacto cobrado por la torre con sus genuinas características de fragilidad y esbeltez”.

En mis mundos de la Fantasía la contemplaba en mis interminables paseos por la ciudad. Después recogía sus misterios entre mis imaginaciones y me olvidaba del tiempo para jugar con los coches llamados Dominó; mientras mi tía abuela Vicenta se iba al mercado y mi tío abuelo Eulogio bajaba a la huerta siempre con los brazos cogidos por detrás (típica costumbre de caminar de los viejos conquenses) con la enorme llave en la mano derecha. Pero yo ya no estaba en sus mundos sino haciendo circular, en mi Fantasía, el tráfico laberíntico de los coches Dominó. Si era necesario pasar las horas antes de que llegara la hora del almuerzo era ésta una manera más de hacerlo. En mis mundos de Fantasía cabía esta posiblidad como cabía el jugar a las chapas en las escaleras de la vivienda o, más tarde, cuando mis parientes Rafa y Luz habían alquilado la casa, confeccionar carteles taurinos con los dados.

Lo coches llamados Dominó conformaron en mis emociones infantiles una fórmula secreta ideada para pensar en el tránsito de las horas que sonaban en el reloj de la Torre de Mangana. Después, aquello de las chapas y los carteles taurinos eran la consecuencia final de mis vacaciones que también consistían en hacer de una vieja bañera un barco de vela con bandera roja ante el asombro y los nervios de las monjas del convento cercano. Aquella bandera roja era mi último símbolo de la infancia… pero los coches Dominó no dejaban de circular por el suelo tranformado en un via crucis de calles inventadas en la Plaza de Alfonso XII. Historia infantil donde aprendía entre el blanco-blanco y el seis-seis a dejar rodar mi fantasía en forma de tráfico cotidiano hasta que llegaba la hora de bajar a la tienda de ultramarinos de Caracenilla a comprar algo con lo que poder comer día tras día.

Torre de Mangana. Historia de unas campanadas que yo escuchaba mientras hacía rodar a los coches llamados Dominó como la fórmula idear para ocupar las horas vacías y llenarlas de sueños infantiles. Las carreras de chapas y los carteles taurinos llegaron más tarde; esperándome las escaleras de madera y aquellos mágicos dados que servían para ubicar desde el gran Antonio Ordóñez hasta el novel Jiménez de Cuenca. Todo cabía en aquellos tiempos infantiles dentro de mi imaginación.

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