En el mismísimo centro del Madrid de pre-guerra, por los alrededores de la Plaza del Carmen y de la calle de la Salud, se paseaba el Chulo de la Onza, un individuo no debía tener más ocupación que esa. El nombre se lo habían puesto porque llevaba una onza de oro colgando de una leontina, una de esas cadenas de las que antiguamente colgaban los relojes de bolsillo y que todos conocemos por el cine.
Eran tiempos de mujeres muy flamencas que por los alrededores de la calle de la Montera iban con su navaja en la liga.
Pero el personaje más fascinante era una cría, capitana de la panda de chicos de la zona, que era un verdadero virago: ninguno de sus súbditos (que andaban todos un poco enamorados de ella) se atrevía a llevarle la contraria, porque si no se remangaba las faldas, se desabrochaba un cinturón que llevaba sobre la ropa interior y se liaba a cintarazos con el infractor. Detentaba un poder absoluto sobre sus siervos, era la que tramaba todas las maldades que luego ellos harían realidad, y se las componía para salir siempre indemne de cualquier travesura. Era una niña de la calle, de la que no se sabía si tenía padres o cualquier otro pariente que se cuidara de ella.
Pero ella, al parecer, sabía cuidarse bien. A la hora de sentir hambre no tenía ningún problema en afanar una pieza de fruta de algún puesto del Mercado del Carmen. Cuando sus siervos bajaban a reunirse con la panda comiéndose el bocadillo de la merienda (bocadillo que bien podía tener dentro del pan algo de las sobras del cocido de mediodía), les exigía que le entregaran una parte, con lo que al final salía ganando en cantidad a todos los demás. Además, los comerciantes de las tiendas de fuera del mercado, se apiadaban de ella y le daban algo de lo que no tuviera buena pinta para venderse. Aún así y gracias también a que siempre andaba corriendo de un lado para otro, la niña estaba flaquísima.
Un día no apareció. La noche antes se había estacionado en la calle Tres Cruces un coche lujosísimo, un Panhard-Levassor que, aunque un tanto antiguo ya estaba perfectamente conservado. Descendió de él un “chauffeur” que abrió la puerta a una señora con aspecto de ser ama de llaves de una casa grande. La señora había entrado en el portal de la casa donde moraba la capitana de los chavales. Tardó tanto en salir que todo el mundo se fue a la cama y por tanto no pudieron ver cómo, a su salida, iba con ella la niña.
Varios días después llegó la noticia bomba: a la cría la había mandado a buscar su madre, que era descendiente de una casa noble, y que había tenido un tropiezo de juventud. La niña fue entregada a su antigua ama de cría, que posteriormente había enfermado de gravedad y que acabó muriéndose.
(Los personajes del ama de cría, el ama de llaves y el chófer son inventados, el resto son personajes auténticos, aún cuando también es inventado el origen de la niña y el desenlace de la historia. El Mercado del Carmen debió ser derribado en los años setenta).
Bonita historia Carlota. !El viejo Mercado del Carmen!. Me suena… !Claro que sí!. Lo visualicé siendo niño. Alguna vez mi madre me llevó allí. Y recuerdo que olía a chocolate Elgorriaga… ¿recuerdas el chocolate Elgorriaga de la marca Dulcinea?. ¿Qué sería de La Capitana del barrio?. Quizás ahora sea una bisabuelita (pero lógicamente ya estará muerta) echando migas de pan a las palomas de la Plaza Mayor
Ni idea, Diesel, son recuerdos de la niñez de mi padre, que en su día escuché y por lo visto atesoré para cuando pudiera escribir sobre ellos.
Claro que recuerdo el chocolate Elgorriaga, eran mi tentempié de media mañana.
Gracias y un abrazo.
Por cuestión de edad, la Capitana, como tú la llamas, puede estar perfectamente viva, hay mucha gente que siendo niños en los años treinta viven todavía. Y, como ella me parece que era una superviviente…
Castizo retrato de Madrid y bonita historia.