El sol del verano encendía aún las últimas horas de la tarde, esas que simulan apaciguar el agobiante calor del día, y todo parecía transcurrir en calma.
Aquella playa, hermosa, dulce y serena, tan santa como su nombre, entonaba el sonido de las olas que rompían en la arena, y el murmullo de la poca gente que quedaba, le daba un temple de liviana pasividad.
Ella entró al pequeño mercado, como tantas veces había creído hacerlo, y saludando a quien atendía se acercó al puesto de frutas. Su piel aún no daba señales concretas de estar en verano, ya que los últimos exámenes de la carrera la habían privado de vacaciones largas, como las de antes. Pero algo había en ese sitio que lograba atraerla. Había pasado algún tiempo, años de lejanía y paréntesis.
Se agachó en el piso inclinando su cabeza hacia el cajón de frutillas y; de repente, un niño que debía tener algún año menos que los dedos de una mano, cuando el padre es su rival, apareció delante de ella, hurgando en el cajón y tomando algunas frutillas entre sus pequeñitas y blancas manos.
Ella lo miró sonriendo y el niño también parecía contento con su nueva cómplice, que al mismo tiempo escogía el fruto. El niño rió y le avecinó una frutilla a ella, manteniendo la misma posición cercana al suelo.
– ¿Te gustan? dijo el pequeño, observándola a ella con enormes ojos inquisidores, mientras jugaba con una grande y muy roja. Y sin dejar espacio para responder, continuó: – ¿Sabías que para poder comerlas hay que lavarlas? su tono infantil imponía una risueña seguridad.
La sonrisa del niño brillaba como la luna plateada en lo profundo del cielo, sus manos no dejaban de elegir frutillas muy grandes y enseñárselas a ella, que lo miraba atónita, entre grácil y conmovida, atenta a sus palabras.
– ¡Claro! eso está muy bien, es importante que lo sepas; contestó sonriendo, y el lugar, desde allí abajo, parecía inmenso.
Mientras tanto la gente salía y entraba; entraba y salía con bolsas de mandados.
Entonces, un hombre que parecía haber estado lejos de la escena se aproximó a ellos distraído, cargando unos paquetes en su mano. Llamó al niño por su nombre con tono decididamente paternal, y el pequeño dio media vuelta para mirarlo. Ella también observó al recién llegado, y levantándose del suelo, aún con algunas frutillas entre los dedos, reconoció aquellos ojos lejanos. El escaso aire que corría en el lugar se detuvo súbitamente. El hombre se acercó un paso mirándola a ella, y el niño quedó en medio de ambos, desconcertado, moviendo la cabeza hacia los dos rostros que más arriba suspendían y agrietaban la tranquilidad del verano. Transcurrieron algunos segundos de esta forma, pero pronto el niño se aburrió de no entender lo que sucedía y regresó a jugar con las frutillas. Los otros dos se miraron, atentos, con una mirada fija que sólo la logra el recuerdo y la guarda la memoria. Con una mirada de agua y de fuego, de letras y banderas, de frases y locura. Con una mirada afectuosa de acelerada quietud. Con antiguo anhelo. Entonces sonrieron, con la mirada aún fija en el otro, con cálida mesura de encuentro y desencuentro; con indescifrable sensación.
Sonrieron estáticos, cada uno en su sitio, como midiendo la presencia del otro, y llegaron a tocarse con los ojos, y apareció parte del pasado y la conquista de la historia.
Entonces se miraron, sin apuro, y otra vez, volvieron a despedirse.
Un comentario sobre “Vivir y sus consecuencias”
Deja una respuesta
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.
Me emocioné leyendo tu relato, Celeste. He sentido como si yo conociese ese lugar, esa playa, ese mercadillo, es niño de las frutillas y ese misterio de los dos… y te aseguro que me he llenado de sustancia.. Un besote, Celeste.