Era su palabra clave. Cuando se provocaban tanto hasta discutir, era el freno de mano. La forma de recordarse que se querían más que lo fuerte que fueran los gritos. “Saltamontes”. Dicho con los ojos como platos, como el que se ve al borde de un precipicio a punto de caer. Frena o nos estrellamos. ¡Saltamontes!
Pero por olvidarse de lo que se querían, se olvidaron de su clave, y ya estaban estampados contra el suelo.
Ella a veces esperaba oírlo, o que él lo escuchara. Un día le pudo el recuerdo y no pensó demasiado. O no friamente.
Escribió “Saltamontes” por las calles cercanas a su casa, esperando a que él lo leyera y recordara lo que significaba.
Él pasaba todos los días justo por delante de una de las pintadas sin que su memoria hiciera caso. Hasta que un día, en esa misma calle, se topó con una pareja discutiendo. Con vergüenza ajena, y propia al verse reflejado en ellos, giró la mirada hacia otro lado, hacia el punto exacto donde se topó de nuevo con la que era su clave. “Saltamontes”. Recordó entonces lo que quería decir para él, para ellos, sin pasársele si quiera por la cabeza quién había estado detrás del rotulador que la escribió.
Siguió recorriendo calles, aturdido por los recuerdos que habían comenzado a sucederse como secuencias de cine, y las otras pintadas empezaron a aparecérsele donde siempre habían estado pero nunca las había visto. La cabeza le daba vueltas. No podía ser ella. No podía haber ido escribiendo por las paredes. No podía estar pidiéndole una tregua.