La tormenta estaballa por doquier. Densas nubes se apoderaban de las almenas, donde los criados se apresuban a cerrar las cortinas de terciopelo. En mitad de la estancia, el conde Rousco busca la solución al dilema planteado por la ingratitud de los señores del condado! Se sentó en su trono de finas maderas de oriente, y acarició su pesada cruz de oro y piedras preciosas. Nada podría interferir contra sus nobles intenciones. Su profundo sentidod el a Justicia había calado hondo en el Abad del Monasterio y espera de él la ayuda inestimable en su encuentro del día siguiente. Sus menjeros habían llevado la noticia a todos los confines y sólo esperaba que en el día señalado, las campanas del monasterio tocaran a Gloria, y él, saliendo en su caballo Blanco, elevaría su Cruz sobre los campos, sobre las gentes, sobre los nobles cortesanos como paladín de una nueva propuesta: Inciar la Santa Cruzada contra los gentiles, contra los infamantes, contra los infieles y contra todo aquél que no estuviera de acuerdo con su santa voluntad.
A esta cruzada se unirían cientos, miles de caballeros y voluntarios. Banderas al viento y blasones, himnos y cánticos, y un palio traído desde la catedral darían al encuentro el carácter suficiente para que el momento fuera sublime. Había hecho traer a cientos de damas vírgenes de otros condados, que a su paso, arrojarían pétalos de rosa. Pero lo más importante estaba aún por llegar: a un gesto de su mano, se abriría el cielo, y desde lo Alto una voz proclamaría su nombre como el Elegido. Y a la espera de que éste acontecimiento celestial ocurriera se puso su gorra protectora ante un sol de justicia. sin perder la esperanza, porque en su profunda convicción el mundo sólo debía pertenecer a quienes, como él, estuvieran en la verdad verdadera.