La brisa de la libertad y el fin de mi cautiverio.
En realidad debido a mi corta edad no sé exactamente los años que estuve en aquel centro de castigo para niños, si fueron dos o tres, o quizás más, ¡ pero que importaba ya! Lo importante es que mi liberación estaba ya muy cerca.
La Junta de protección de Menores de aquel albergue presionó y conminó a mi madre para poner fin a nuestra estancia allí. Este proceder por parte de la Junta fue motivado por las siguientes circunstancias: según estos señores habíamos sobrepasado el tiempo permitido allí, agravando la situación de falta de espacio que tenía el centro, ya que allí eran constantes los ingresos de niños hasta el extremo de llegar a colapsarlo y sobrepasar con creces las plazas permitidas.
Un día de aquellos que me encontraba en el comedor a mediodía, el “señor Valentín” pronunció mi nombre insistentemente y me mandó que le siguiera. Un poco desconfiado y temeroso, dejé de comer y me dispuse a seguirle, pensando que algo grave debía de haber pasado para interrumpir de aquella manera tan urgente mi comida. Mi sorpresa fue enorme cuando mi cuidador me condujo ante mi madre y, después de besarla, me comunicaron la finalización de mi estancia en aquel lugar.
Ante esta noticia tan importante para mí, mi corazón se desbordó y se aceleraron mis pulsaciones. ¡No podía creer lo que me estaban diciendo! Ni siquiera podría describir con palabras la alegría que sentí cuando vi que aquel mundo de libertad, incluída mi madre, estaban a mi alcance y me pertenecían.
El “señor Valentín” aconsejó a mi madre que no dejara el colegio ya que, según él, tenía muchas facultades para estudiar y recuerdo que sacando el pañuelo muy discretamente se limpió una lágrima que resbalaba por su mejilla. Después se echó la mano al bolsillo y, sacando una peseta, me la dio diciéndome que era cuanto llevaba encima. Verdaderamente pienso que este hombre, además de ser una excelente persona, me llegó a coger cariño y creo que a él le debo el poder estar aquí escribiendo. Los recuerdos que guardo de él son muy positivos y puedo decir que en el albergue no hubo persona que se le pudiera igualar.
Después de despedirnos nos dirigimos al departamento donde estaban mis hermanas para recogerlas. Al verme ya fuera de aquel recinto mi corazón latía acelerado y gozaba como nunca en aquella calle sin murallas que impidieran caminar.
Mi madre durante el camino nos fue mentalizando de los enormes problemas que íbamos a tener para subsistir. Debíamos prepararnos para afrontar un gran sacrificio. Nos dijo que vivía en compañía de otras dos mujeres y que éstas a su vez tenían hijos. También nos advirtió que la casa en la que íbamos a vivir era muy pequeña y tendríamos que estar muy apretujados. No tardamos mucho en llegar, ya que el albergue no distaba más de dos kilómetros de la casa a la que nos condujo mi madre.
Pronto me di cuenta de que el paisaje con que se enfrentaba mi vista era de lo más desagradable y degradante. De casa solamente tenía el nombre. Se trataba de una pequeña chabola mal construida en la ribera del río Turia hecha con latones y cartón piedra. No estaba sola, sino que había cientos de ellas en ambas márgenes del río. El hedor se hacía insoportable y por aquellas aguas pestilentes se veían corretear y jugar niños sucios y semidesnudos. Aquellas gentes iban andrajosas y con las caras sucias que delataban su falta de higiene. Y a demás de los malos olores, las ratas se veían por doquier.
También vivía gente debajo del puente al que llamaban de campanar, pero aun así, prefería todo esto a la cárcel que dejaba atrás.
Llegamos a la casa y vi dos mujeres que nos estaban esperando en la puerta. Mi impresión es que a una de las mujeres no le hizo mucha gracia nuestra llegada y en parte quizás tenía razón, pues la casa no mediría más de cuarenta metros y tendríamos que convivir en ella tres personas mayores y siete niños. La dueña se llamaba Elena y era viuda, con dos hijas menores a su cargo, Elena y Maríana. La otra mujer era su hermana y se la conocía con el sobrenombre de “la superiora”. También era viuda y tenía una niña llamada Presentación. Allí vivimos un corto período de tiempo, todos hacinados.
Pronto hubo un poco más de espacio, pues la presión que ejercía sobre mi madre aquella mujer, repitiéndole constantemente una y otra vez que allí no podían vivir tantas personas, obligó a mi madre a tener que buscarles trabajo a mis hermanas más mayores, Isabel y María Dolores.
El único trabajo que ellas podían realizar a su corta edad era hacer las faenas del hogar.
En aquel entonces las mujeres que se veían forzadas por la falta de medios a trabajar como empleadas del hogar sufrían frecuentes humillaciones a manos de sus “señoras”. Frecuentemente recibían unos salarios miserables, que no llegaban ni para poder vestirse, y un trato degradante.
Las hacían comer en la cocina, no fuera ser que los señores fueran contagiados de su pobreza y humildad. No podía faltar el uniforme, pues debían ser señaladas para que no hubiera confusión y que en todo momento se supiera que eran criadas.
A pesar de su poco caritativa manera de actuar, las señoras no solían pasar un domingo que no fueran a misa, pues ante todo acostumbraban a cumplir con sus deberes eclesiásticos, golpeándose el pecho mientras confesaban al cura sus malas acciones, y así, de esta manera, obtener el perdón y asegurarse un lugar en el Reino de los Cielos. Ejercían el “a Dios rogando y con el mazo dando”.
A pesar de que ya no vivían con nosotros Isabel y María Dolores, aún éramos mucha gente para el espacio del que se disponía en la chabola. Durante la noche dormíamos los niños y durante el día descansaban nuestras madres, ya que el trabajo que ellas realizaban para subsistir lo solían hacer de noche. Empujadas por la falta de medios iban a robar comida a los huertos durante la noche, metían todo en sacos y lo transportaban a sus espaldas, habiendo días en que se desplazaban con aquel sobrepeso a sus espadas hasta seis o siete kilómetros. Esta era la única manera que tenían de que sus hijos no murieran de hambre.
No me acuerdo si en casa de Elena estuvimos cuatro o seis meses, lo que sí recuerdo es que esta mujer llegó a ponerse muy dura con nosotros y decidió echarnos de su casa tanto a su hermana como a nosotros, así que nos dio tres días para marcharnos.
“La superiora” y mi madre, muy preocupadas, salieron una tarde en busca de algún techo donde resguardarnos de las inclemencias del tiempo, pues estaba muy claro que nos quedábamos en la calle.
Desesperadas, llegaron a un huerto que estaba situado en la parte derecha del río Turia. En aquel huerto había una caseta para guardar las herramientas. No se lo pensaron dos veces y se dispusieron a tomar posesión de la nueva chabola que iba a ser nuestro hogar por un largo período de tiempo.
Aquella caseta no mediría más de doce metros cuadrados, pero pensaron que siempre es mejor algo que nada, así que aquella misma noche le dieron una patada a la puerta y después de limpiarla un poco y sacar todas las herramientas a la calle, llevamos los pocos utensilios que teníamos y nos establecimos en nuestra nueva casa.
Al día siguiente, cuando llegó el supuesto dueño y vio que de su barraca habían tomado posesión unos ocupas, puso una cara de asombro y rabia que nunca olvidaré. Nos exigió que inmediatamente abandonáramos la barraca o de lo contrario nos mataría a todos. Pero este hombre no sabía a quien se enfrentaba, el no sabía que mi madre era una mujer muy fuerte y con muy mal carácter a la hora de defender la supervivencia de los suyos. En cuanto a “la superiora” su sobrenombre lo decía todo y lo tenía porque se lo había ganado a pulso.
Así que salieron con palos para hacer frente a este hombre que acosado por las dos mujeres pronto puso distancia por medio, no sin antes amenazar con que nos denunciaría.
La denuncia nunca se llevó a cabo, ya que todo lo construido allí era ilegal y pertenecía al río. Nadie era propietario de todas aquellas cientos de chabolas. Este hombre continuó molestándonos por un tiempo, hasta que viendo la firmeza de mi madre y de “la superiora” abandonó por aburrimiento su pretensión de echarnos.
En el reparto del espacio de aquella chavola salió ganando “la superiora” pues colocó una pequeña cama para ella y su hija. Como no había espacio para otra cama, mi madre, Rosa y yo dormíamos en un colchón en el suelo.
Aquella chabola fue nuestro hogar durante todo el tiempo que nos quedaba que estar en Valencia.
Cuando llovía un poco fuerte, nos veíamos obligados a tener que desalojarla y refugiarnos en una especie de cuevas que hacían bajo tierra los trabajadores de la construcción para sacar grava. Una vez cesada la lluvia volvíamos otra vez a la chabola.
Actualmente veo el riesgo tan grande que corríamos refugiándonos en aquellas cuevas, ya que si se hubiera producido una crecida del río, todas habrían quedado inundadas y con seguridad no lo hubiéramos contado.
Recuerdo que una vez hubo que cambiar el emplazamiento de la chabola, pues como del río sacaban grava para la construcción, la chavola llegó a estorbar para que los trabajadores pudieran continuar con su trabajo rutinario. No se lo pensaron mucho, nos pidieron permiso, la cogieron en peso y entre bromas y risas, la cambiaron a unos doscientos metros del lugar que siempre había ocupado.
Un día el señor Valentín investigó nuestro paradero y dio con nosotros. Seguía insistiéndole a mi madre que por encima de todo yo no dejara de ir al colegio, y entonces mi madre cedió y me apuntó en un colegio.
Debo decir que no duré mucho tiempo en aquel colegio, ya que para mi desgracia me tocó un maestro al que llegué a tener un miedo horroroso. Y todo esto porque en aquella época la disciplina en los colegios era muy estricta y aplicaban unos castigos difíciles de asimilar en la actualidad. Uno de los que más veces solían aplicar, y al que yo más temía, era uno que te ponían de rodillas con los brazos en cruz colocándote dos libros en cada palma de la mano. Esta postura llegaba a producirte en los brazos un dolor insoportable, dando lugar a que no aguantaras así más de cinco minutos y tus brazos terminaran por volver a su posición habitual.
Otras veces tenías que juntar los dedos de la mano y el profesor te pegaba en ellos dos o tres palmetazos con una especie de tablilla que llamaban “la palmeta”. Este juguete de castigo lo solían tener encima de la mesa todos los maestros de escuela y cuando lo aplicaban te producía un dolor en la punta de los dedos que te duraba toda la mañana.
Así que todo esto agregado al trauma que me ocasionó la estancia en el albergue, hizo que mi motivación por el colegio fuera disminuyendo hasta el punto que en vez de ir al colegio hacía “campana” y toda la mañana la dedicaba a dar vueltas por Valencia, con la cartera en la mano y no teniendo muy claro el rumbo a seguir.
Cuando comprendía que los niños ya habían salido del colegio me iba a casa, y si mi madre me preguntaba que como me había ido en el colegio salía del paso mintiéndole pero que muy bien.
Un día de los que solía hacer “campana” me encontré por casualidad con mi hermana María Dolores. Me di un susto de muerte pues era la hora que se suponía que debía de estar en el colegio y yo no podía justificar ante mi hermana qué hacía a esa hora deambulando por la calle. Después de echarme una buena reprimenda me cogió del brazo dispuesta a llevarme al colegio. Yo iba temblando ante la decisión de mi hermana, ya que me dijo que pensaba contarle todo al maestro. Al llegar al colegio tocamos el timbre y salió el maestro invitándome de que entrara a clase y me sentara. Mientras, él se quedó por un momento fuera de clase, hablando con mi hermana. Cuando entró en clase se dirigió a la fila de mesas en que yo estaba sentado y señalando con el dedo gritó
– Tú, sal de la fila y ponte de rodillas con los brazos en cruz y dos libros en ambas palmas de las manos
Dándome por aludido me levanté de la silla dispuesto a cumplir el castigo que tanto me horrorizaba, pues estaba casi convencido que mi hermana había cumplido su promesa, contándole todo al maestro. Pero mi alivio fue grande cuando oí la voz del maestro dirigiéndose a mí.
– Tú no, aquel.
Supongo que me equivoqué pensando mal de mi hermana, ya que fue incapaz de decir la verdad al profesor por mis faltas al colegio, evitando con ello un castigo seguro para mí.
Mi madre y “la superiora” continuaron con su trabajo. Cuando se iban a por las provisiones generalmente lo hacían de noche, ya que era cuando había menos visibilidad y vigilancia. No quiero pensar cuanto sufriría la pobre de mi madre cargando en sus costillas aquellos sacos tan pesados y trasportándolos a muchos kilómetros hasta poder llegar a casa. Con frío o sin él, lloviendo o no, con la agravante que si tenían la mala suerte de que las cogieran los guardias, además de pegarles las llevaban a los calabozos. Entonces nosotros tres, mi hermana Rosa, la hija de “la superiora” y yo nos quedábamos en la chabola solos toda la noche, pasando mucho miedo ya que éramos muy pequeños.
Si al día siguiente no habían venido ya sabíamos más o menos donde podíamos encontrarlas. Íbamos de pueblo en pueblo visitando todos aquellos calabozos hasta que en alguno de ellos las encontrábamos, casi siempre bien marcadas por las porras de los guardias. Su único delito era no permitir que sus hijos murieran de hambre.
Recuerdo que una de aquellas noches que salía se formó una gran tormenta y se perdió, con tan mala suerte que tuvo una caída y se rompió la clavícula. Como pudo llegó a casa y al no disponer de dinero para ir al médico el hueso se le soldó de cualquier manera, dando lugar a que esta lesión le perdurase toda la vida.
Como la mayoría de los que vivimos nuestra posguerra sabemos, en aquella época todo estaba racionado. Para llevar a cabo este racionamiento nos asignaban una cartilla con unos cupones y una tienda a la que tendríamos que ir obligatoriamente para comprar lo que nos pertenecía aquella semana. La cantidad de alimentos a distribuir estaba condicionada por el numero de miembros que componían la unidad familiar, así que según te vendían los artículos te iban quitando cupones de aquella famosa cartilla.
Pero todo esto que te pertenecía no era gratuito, tenías que pagarlo y, aún así, era muy escaso, no llegándote para poder pasar la semana. Contando que si no disponías de dinero, de nada te servían aquellos cupones.
Muchos Domingos y días festivos mi hermana Rosa y yo, igual que la mayoría de los que vivíamos en aquellas chabolas, solíamos acudir a oír misa a la Iglesia más cercana.
La mayor parte de los asistentes no lo hacíamos por fervor religioso, si no más bien por la esperanza de ser los afortunados en el sorteo de aquellos panes que el párroco sorteaba entre todos sus feligreses una vez finalizada la Misa. Con este método conseguía el lleno total de la Iglesia, ya que la mayoría de los que asistíamos estábamos hambrientos y deseosos de ser los afortunados en llevarse a casa ese pan nuestro de cada día, y que tanto pedíamos en la oración que nos enseñaron en el Albergue.
En más de una ocasión mi hermana y yo fuimos afortunados con la suerte y nos llevamos a casa ese pan tan necesario y tan escaso en nuestra posguerra y tan abundante en nuestra actualidad.
Mis hermanas más mayores, Isabel y María Dolores, continuaron haciendo las faenas del hogar durante todo aquel tiempo que estuvimos en Valencia. Todo esto para poder mal comer y no perecer de hambre y poco más, pues con el dinero que ganaban pocos milagros podían hacer, ya que escasamente les llegaba para comprarse ropa.
En cuanto a mí, creo que si hubiéramos seguido en Valencia por más tiempo hubiera terminado siendo un golfillo, pues prácticamente no había nadie que me controlara. Poco a poco fui dejando de ir al colegio hasta llegar al punto de que éste no significaba nada para mí. Mi rutinaria vida era salir de casa por la mañana y no regresar hasta por la noche, dedicándome a buscar toda clase de chatarra, papeles, metal y cobre que luego vendía para poder pagarme el cine y algún capricho de niño. También me dedicaba a buscar colillas, porque en aquella época también esto era una forma más de buscarse la vida. Para ello usaba un palo con una punta clavada en un extremo, así que, colilla que veía la pinchaba y al saco, después las deshacía y sacaba el poco tabaco que pudiera quedarles. Cuando tenía cierta cantidad lo llevaba a una especia de mercadillo que organizaban “los colilleros “ y allí lo vendía.
Hay que tener en cuenta que todos los fumadores no disponían de dinero para poder comprar tabaco, así que en último caso estos recurrían al tabaco de colillas que era lo más barato, y al mismo tiempo yo me sacaba unas pesetillas. Con todo esto, más algo que le sisaba a mi madre y la chatarra, no me faltaba para ir al cine, y sobre todo para ver películas de pistoleros… ¡mis favoritas!
Mi vida era un riesgo continuo y suerte tuve de no tener algún accidente, pues el medio de trasporte que yo utilizaba para desplazarme por Valencia era ir sentado en el parachoques del tranvía para no pagar el billete al revisor. Un poco antes de llegar a la parada me tiraba con el tranvía todavía en marcha, no librándome alguna que otra vez de dar con la barriga en el suelo.
También tenía especial cuidado de no encontrarme con una especie de policía a los que llamaban “de la capa azul”, que tenían la misión de que cuando veían un niño por la calle, sobre todo en horas de colegio, lo detenían. Si el niño no podía justificar su estancia en la calle y tampoco que tuviera unos padres y una casa, se lo llevaban al albergue, de donde yo tenía tan malos recuerdos. Así que cuando veía a uno de estos “capas azules” me faltaban pies para correr.
Mi abuela materna nunca dejó de escribirnos y siempre pidió a mi madre que regresara, ya que ella era muy mayor y le faltaban fuerzas para cuidar a mi hermano. Pero aunque mi madre lo deseaba, carecíamos de medios para pagar los billetes. Recuerdo que en aquel tiempo el billete de Valencia a Huercal-Overa costaba setenta y cinco pesetas por persona y con lo que ganaba mi madre apenas nos llegaba para medio comer, así que tendríamos que seguir en Valencia por mucho más tiempo.
Aunque había terminado por no asistir al colegio no se me había olvidado leer y siempre que salía a la calle iba leyendo todos los letreros que veía. Ninguno se me pasaba por alto. Uno de los que más quedó en mi subconsciente, ya que por aquellas calles era el que más abundaba, decía “ Franco sí, Comunismo no”.
Una noche en la que dormíamos solos, ya que nuestras madres estaban ausentes realizando su trabajo, nos despertó un gran estruendo de ráfagas de tiros y bombas. La curiosidad nos hizo salir a la calle para ver que es lo que estaba pasando. Vimos a unos guardias civiles, metralleta en mano, corriendo y disparando hacia algunos hombres que huían precipitadamente. Uno de ellos se dio cuenta de nuestra presencia y nos conminó para que entráramos en nuestras casas y no saliéramos para nada hasta que nos avisaran. Aquella noche no pudimos dormir ya que el ruido producido por las armas no cesaba.
Al día siguiente me acerqué al lugar de los hechos junto con otros curiosos. El cuadro que vi no podía ser más catastrófico. Había un montón de muertos tapados con mantas y la tierra mojada por charcos de sangre. Mientras los iban cargando en camiones que se dirigían a no sé donde, no nos dejaron acercarnos mucho.
Incluso desde donde estaba pude ver lo suficiente. Según los comentarios de la gente en las cuevas que hacían los que sacaban la grava se refugiaban los maquis. Estos habían intentado asaltar la cárcel para liberar a sus compañeros presos. Los guardias civiles, para no arriesgarse a ser heridos, en vez de entrar en las cuevas prendían fuego a la entrada de las mismas, para que de esta forma los que hubieran podido refugiarse en ellas murieran quemados o asfixiados.
“La superiora” tenía un hermano preso en una cárcel llamada San Miguel de los Reyes. Según ella su hermano combatió en el bando contrario a Franco. “La superiora” le pedía muchas veces a mi madre que la acompañara a la cárcel cuando su hermano preso tenía visita y le llevaban algo de comida. En una de aquellas visitas le dijeron que ya no volviera más, pues su hermano había fallecido. Se fue de allí llorando y diciendo que a su hermano lo habían matado. Nunca más volvió a ver a su hermano.