Se va aproximando la hora. Dentro de unos minutos ella aparecerá. Todas las tardes a la misma hora. Entrará por la puerta con aire distraído. Fingiendo indiferencia echará una mirada alrededor mientras con la mano se tocará el pelo y mirará su reloj de pulsera. Buscando alguna cara conocida intercambiará un amable saludo y después con tranquilidad se dirigirá hacia el mismo lugar, como siempre, a la misma mesa. Se quitará el abrigo con cuidado de que las puntas del bajo no arrastren por el suelo. Lo doblará con su ya característica perfección y lo dejará sobre el bolso que ya habrá colocado sobre la silla de al lado. Esperará paciente a que alguno de nosotros se dirija hacia ella para tomarle nota del pedido que va a tomar. En todos estos años lo que más me llama la atención es que nunca perdió la sonrisa. Con las mismas buscará un camarero que no esté ocupado o en el caso contrario esperará tranquilamente. No tiene prisa. Levantará su brazo y con un gracioso gesto de su mano le indicará que desea hacer un pedido. Pedirá un café con leche templadita. Eso sí, siempre por favor, y con una educación con la que se nace. Mientras el camarero vuelve a la barra para llevarle su café, espera con las manos sobre el regazo y se mantiene erguida, distrayéndose mientras mira por el gran ventanal frente al que siempre se sienta para ver cómo pasa la gente.
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LA TAQUILLA
Al entrar en la sala los primeros rayos de sol se colaban por los grandes ventanales, dispuestos en una continuidad casi perfecta iluminaban toda la habitación. Siempre era más agradable poder sentir aquella luz que la de los fluorescentes instalados, siempre parpadeante, artificial y acompañada de ese casi inaudible zumbido de los cebadores, pero constante y presente.
Al mirar hacia aquellos ventanales, casi se podía adivinar la totalidad del cielo si no fuera por la interrupción entre ventanas separadas por los marcos, aun así parecía que aquella imagen se tratara de un tríptico de un cielo hermoso como lo era el de aquel día, largo día…como lo fueron todos y cada uno de los días de los meses anteriores. Pero aquella bella imagen no podría replegarse en sus laterales para conservarla mejor y poder disfrutar de ella tantas veces como uno quisiera, cada vez que el cielo se dibujase con tonos grises, poderse regalar aquella fantástica instantánea tan efímera con tan solo admirarla.
LA DELGADA LINEA QUE TODO LO SEPARA
Quién no halló calma en los ojos que le hicieron ver, que había un pedacito de cielo en el que todavía las almas, se entremezclarían con los aromas y los colores, que solo el corazón en busca de paz sabía que de existir deberían de hacerlo en otro mundo.
Y a otro mundo, al que sin querer pertenecer, permaneció anclado un ser entregado simplemente por amor. No queriendo ver, ni conocer, que la delgada línea que todo lo separa, fue cruzada al encontrar la estrella que tanto anhelaba.
La luz que guiaba entre risas y días que pasaban, deshicieron el velo que cubría el cuerpo, sin apenas saber que la decisión del paso ya fue dada. Cruzar la delgada línea entre el sentir cómo sobrevivir y el sentirse vivo. Atrás quedarían pena y dolor sentido, envolviéndose con el nuevo día bajo un sol que siempre sale, que con un rayo de su luz es capaz de hacer sentir vivo a quien vuelve la cabeza y ve todo lo que quedó atrás.
RECUERDA QUIEN SOY
Era un día como otro cualquiera. Las mismas caras, las mismas prisas, los mismos olores. Esperar tranquilamente en los asientos situados en el andén a que llegara mi tren, escuchar el silbato que anunciaba su entrada en la estación y levantarme para aproximarme al lugar, en el que más o menos había calculado, quedarían las puertas del vagón para poder acceder a él. Buscar con la mirada algún asiento libre, para poder sentarme y seguir leyendo tranquilamente mi libro. Frente a mí una mujer a la que veía algunas veces, y junto a ella el hombre al que amaba. Todas las mañanas, las que coincidíamos sentada frente a ellos, allí estaban. El cogía una de las manos de la mujer, con la otra le acariciaba la cara. Ella le miraba siempre de la misma manera, él se acercaba y la besaba mientras ella cerraba los ojos. Era hermoso poder verlos amarse así, con aquella sencillez.
SIN SER
Quiso el aire ser el mensajero de eternas palabras,
de los sueños quisieron los rayos de sol esconderse
para que mis manos jugaran con ellos en silencio
y no ser molestados hasta la llegada del alba.
Queriendo recuperarlos despierta el día ligero,
callado aparta las nubes con suma delicadeza
como habrían de hacer mis labios confiándote un beso,
tu boca loca por ser dueña y señora de tantos ellos.
La subsistencia de la más cercana de tus esencias
e infinita la lejanía a un mismo tiempo del ser,
imponen a mis sentimientos a mantener con vida
la apariencia disimulada tras el velo de la noche.
UN COLOR
Quisiera que me fuese concedido el don de inventar colores, o mejor dicho, el don de poder llevarle los que yo veo desde que le conozco. Sabía de toda una gama para poder diferenciar entre el bien y el mal, entre un día de lluvia y un día de sol. Entre las notas escondidas en escalas mayores o menores. He inventado colores mientras perdido entre mil pensamientos, paseaba en bosques rodeado de árboles, con el viento como único compañero, discutiéndole cómo debería de ser el color que adoptase en nuestro paseo. Sobre la cima de una montaña, respirando hondo, llenando mis pulmones del aire más puro, dejando que mi cuerpo asomado al vacío dudara entre un paso hacia delante o hacia detrás. Cuando mi vista se perdía entre mi ser y lo que no alcanzaba a ver y aún así me empeñaba en saber qué hay más allá. Pude teñir mares enteros como el cielo hasta el más oscuro rincón que se hallara entre sus profundidades. He mirado el firmamento y descubierto galaxias, tan distintas entre sí, como los diferentes matices entre los componentes de las que están hechas y pretendía asignarles un nombre acorde con los mismos. He visto el color del alma de personas que han odiado o amado hasta decir basta, derramando lágrimas por quienes así lo han hecho.