Cicatrices del alma C. 7. Mi enfermedad.

Mi enfermedad y el día a día en el Colegio.
A pesar de la ayuda de mis hermanas yo seguía pasando mucha hambre. Entre el hambre, la falta de higiene, la apatía y tristeza que me invadía caí gravemente enfermo y poco faltó para que la vida se me escapara.

Todo empezó en que poquito a poco fui dejando de comer los escasos alimentos que allí nos proporcionaban, al igual que el chocolate que me daban mis hermanas. Llegó el día que no tomaba alimento alguno, se los daba a otros niños. Aparte de ser el más pequeño de todos los que nos encontramos allí, era muy tímido y ni mis cuidadores se enteraron, ni yo les dije nada de lo que me estaba pasando, hasta que un día en el recreo, cuando todos los niños jugaban, perdí el conocimiento y caí al suelo desplomado. A partir de ahí no recuerdo nada más.

Cuando abrí los ojos me encontré en una cama, no sé cuanto tiempo después, si días o semanas. Recuerdo que oía murmullos de personas que hablaban y alguna vez que abrí los ojos pude ver a una monja sentada en una silla a un extremo de mi cama. También recuerdo que durante todo el tiempo que duró mi enfermedad el señor Valentín no dejó de atenderme y de estar a mi lado, y creo que fue él quien realmente me salvó la vida.

A pesar de todo no permitieron ninguna visita de mis hermanas.

Para curarme me obligaban a tomar un vaso de agua cuyo contenido estaba horriblemente amargo. Nunca supe de lo que se trataba, únicamente que me resistía a tomar algo tan desagradable.

Poco a poco fui mejorando y al cabo de algún tiempo me mandaron incorporarme a mis compañeros.

Cuando intenté poner los pies en el suelo y dar los primeros pasos sufrí algunos mareos, se me doblaron las piernas y prácticamente parecía que había perdido la facultad de andar.

Con el tiempo fui mejorando e intenté hacer una vida normal. Los días se sucedían en el internado con muy pocas novedades.

Los Domingos por la tarde nos visitaban grupos de seminaristas que estaban estudiando para curas. Nos reunían en pequeños grupos y nos daban clases de religión. Todas verbalmente ya que la gran mayoría de los niños que nos encontrábamos en aquel albergue no sabíamos leer ni escribir.

Estos seminaristas eran muy generosos con nosotros pues casi siempre solían traernos algunos alimentos como panes, carne de membrillo y algunas zanahorias que partían en pequeñas rodajas para distribuirlas entre los niños.

La verdad es que entre tantos niños tocábamos a muy poco pero nos sabía a gloria, pues con el hambre que pasábamos estábamos deseando que llegara el Domingo por la tarde.

Nuestro interés en que estos vinieran a visitarnos no residía en las clases de religión que nos daban, sino en el cariño que nos manifestaban (y del que tanto carecíamos allí) y, como no, en los pocos alimentos que nos traían para engañar un poco nuestros estómagos.

Un día el señor Ramón decidió gastarnos una broma. Cuando jugábamos en el comedor entró muy alterado y gritando y nos mandó a todos que nos pusiéramos de rodillas. Según nos manifestó se había aparecido en el dormitorio el espíritu de un vigilante que había muerto meses atrás. Este espíritu, según el señor Ramón, nos pedía a todos los niños que le rezáramos un Rosario para poder descansar en paz. Con mucho miedo, temblorosos y algunos de nosotros llorando, cumplimos sus deseos y arrodillados rezamos el Rosario. Pero lo peor vendría después a la hora de irnos a dormir, ya que la supuesta aparición había sido precisamente en el dormitorio y todos estábamos muertos de miedo.

De mi madre hacía mucho tiempo que no sabía nada, había perdido todo contacto. En realidad nunca supe lo que fue de su vida durante todo este tiempo, ni nunca se lo pregunté. Lo que no percibía era que estaba muy cerca del momento en que la vería de nuevo.

Una tarde el señor Ramón me llamó y me mandó que le siguiera. Un poco desorientado y siempre temiendo lo peor (no fuera que sin saberlo hubiera hecho algo mal) le seguí y tan grande fue mi sorpresa que no podía creer lo que estaba viendo.

Al otro extremo de una puerta de rejas que daba a la calle estaba viendo con mis propios ojos a mi madre. Llorando los dos nos besamos como pudimos a través de los barrotes de aquella maldita puerta. Mi madre rogó a este hombre que por favor abriera la puerta y le permitiera entrar para poder abrazarme, pero su negativa fue contundente, “las visitas en aquel centro de momento no estaban previstas”.

Mi madre me había traído un bocadillo de membrillo y dos naranjas y me lo pasó a través de los barrotes de hierro, por supuesto con el permiso de aquel señor. Me prometió que en lo sucesivo me mandaría lo que pudiera para ir mitigando un poco el hambre que allí pasaba.

El inesperado encuentro con mi madre no creo que durara más de veinte minutos, pues el “señor Ramón” pronto dio por terminada la visita, justificando su proceder en que era “la hora del rosario” y cuando se trataba de ponerse en contacto con Dios a través de las oraciones no se podía faltar bajo ningún concepto, pues ante todo estaban las obligaciones religiosas que quedaban por encima de todo lo mundano. Nos despedimos entre lágrimas y con mucha pena.

Este encuentro con mi madre me impactó tanto que jamás he logrado desterrarlo de mi mente, e incluso todavía en mis sueños, como si de una película se tratara, puedo ver aquella puerta infranqueable que se interpuso entre los dos, no permitiéndome tan siquiera poder abrazarla.

Mi madre cumplió lo prometido y a partir de entonces nunca dejó de mandarme los alimentos que buenamente podía. Esto significó un gran esfuerzo para ella si tenemos en cuenta que éramos cuatro a repartir, ya que hizo lo propio también con mis hermanas.

Sin embargo, después de este primer encuentro con ella, tardaría algunos meses antes de tener ocasión de poder verla otra vez. Como buena madre, y prevaleciendo ante todo el amor hacia sus hijos, supo ingeniárselas para eliminar barreras y hacerme llegar aquellos bocadillos y aquellas naranjas que hacían posible apaciguar el hambre. Aquellos alimentos además de saberme a gloria me ayudaron en gran medida a superar las carencias alimenticias que teníamos en aquel albergue.

Afortunadamente para mí se estaban esperando unos cambios en el centro.

Se rumoreaba que estaban construyendo unas dependencias nuevas y que nuestras condiciones allí iban a mejorar mucho. Una de las mejoras, la más importantes para nosotros, iba a ser la escolarización. Por fin íbamos a tener la oportunidad de aprender a leer y a escribir. Los que tuviéramos familiares, además, tendríamos el privilegio de que nos pudieran visitar cada quince días.

Mientras tanto mi madre, para poder mandar los alimentos que me prometió, se las ingeniaba cuando acudía al trabajo el señor Valentín y le daba el bocadillo para que a su vez me lo pudiera dar a mí. Casi siempre el bocadillo era de membrillo que era lo más asequible en aquel tiempo de miseria, no faltando casi nunca las naranjas, pues como todos sabemos Valencia siempre ha sido la tierra de las naranjas.

Nunca olvidaré el primer bocadillo que me trajo el señor “Valentín”. Aquel hombre no se le ocurrió otra cosa que dármelo delante de mis compañeros, esto fue una bomba de relojería, la mecha que enciende la llama. Al intentar comérmelo en un rincón de aquel patio, un grupo de niños se abalanzó sobre mí y me arrebataron todo cuanto mi madre me había traído llenándome de magulladuras. A partir de aquel contratiempo, el “señor Valentín” tuvo la precaución de que siempre que mi madre le daba algo para mí, me llamaba y, muy discretamente y en una salita apartado de mis compañeros, me lo entregaba. De esta forma podía comérmelo tranquilo, evitando problemas. Cuanto acontecía allí era de lo más normal si tenemos en cuenta que todos estábamos hambrientos.

Un comentario sobre “Cicatrices del alma C. 7. Mi enfermedad.”

  1. conec por lo extenso que iba a ser mi comentario lo pongo en la pagina principal a modo de relato y te lo dedico a ti que sabes del sufrimiento y de la poca sensibilidad hacia las cuestiones verdaderamente importantes, un saludo cariñoso,

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