Cuando falta el respeto

Cuando, como en estos días pasados, vivimos unas pre-elecciones, sé de antemano lo que va a ocurrir si sale el tema (que yo procuro eludir casi siempre sin éxito): los varones sesudos de la familia o los amigos que piensan de forma distinta a la mía se ponen en plan paternalista e intentan explicarme la cuestión de la política en tono indulgente y aparentemente cargado de paciencia. Sé que se trata de que yo siempre he rehuido hablar tanto de política como de religión a no ser que mi interlocutor/a sea de mi misma cuerda. Si no, como no ambiciono convencer a nadie y ¡por supuesto! lo que es seguro es que nadie me va a convencer a mí, me parece una solemne tontería perder el tiempo en tratar cuestiones que pueden separarnos, cuando lo que busco a toda costa es la armonía y la coincidencia en cosas fundamentales como son la amistad, la solidaridad, la comprensión y apoyo en los pesares que pueden afligirlos…

Pero no hay manera: yo primero sigo una estrategia de escapismo, intento eludir el dichoso tema de la política, pero quien tengo enfrente sigue exhibiendo su buena intención de abrirme los ojos. No sé cómo no entienden que mis ojos ya están abiertos, demasiado incluso para mi gusto, porque quizá preferiría en ocasiones tapármelos y hacer como ellos. Aunque no llegaría a reescribir la historia, que es lo que pretenden no pocos de los que conozco y otros a los que no he tenido el gusto de conocer.

Me enseñaron de muy niña a utilizar el cerebro. No soy infalible, no creo en la infalibilidad, pero sí creo que mi verdad es tan válida como cualquier otra, aún estando dispuesta a reconocer mi error si hay una demostración clara de que lo he cometido.
Mientras tanto, dejadme, por favor, que siga pensando lo que quiera y tened muy claro que yo nunca actuaré como vosotros. Os respeto demasiado para ello.

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