Dos voces

Faltaban dos horas para su muerte, y, sin embargo, presentía que ya estaba muerta.
Había traído el reloj, ese que no funcionaba, y lo había colocado en el centro de la habitación, como midiéndose a si misma.
Dos voces se cruzaron aguardando el momento en que el cielo tomaría la decisión.
Entonces se acabó, por un interminable instante, el mundo aquel que la abarcaba.
Quedaban solo restos de pasado sin sentido.
Quedaban mañanas iluminadas con amargas
lunas de papel.
Quedaban preguntas.
Dos voces tomaron distancia conteniendo el aliento que las acercaba.

Las lunas se esfumaron, las mañanas desaparecieron y el pasado nunca existió.
No podía pretender que algún recuerdo sorteado en el tiempo, la uniera a unos ojos inexistentes, que la perdían antes de encontrarla.
Si existía la inexorable sensación de existir, atestaba un futuro,
verídico o imginario,
odiado o deseado.
Si existía un recuerdo, encontraba en su pasado una memoria ajena, un lugar prestado de su ser que ya no le pertenecía, un sitio desconocido, una parcela de tiempo arrastrado desde sus entrañas, una agonía inagotable,
una muerte demoníaca de dulce exaltación.
Los ecos de las dos voces volvieron a cruzarse,
diáfanos, genuinos, rojizos, incalculables,
rozando apenas la idea de atraparse, de vertirse, de desmoronarse,
rozando apenas las lágrimas oscuras que desintegraban lo onírico del tiempo.
Quedaba el último eco de un impasse metafísico.
Quedaban los resabios de la duda,
y la confirmación de la inexistencia.

Faltaban dos horas para su muerte, y, sin embargo, presentía que ya estaba muerta.

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