Había apagado la radio. Se le había hecho muy tarde lavándose los calcetines y Bob Bobin siempre usaba los mismos calcetines. La lavadora acababa de detenerse, como una ballena en mitad del Corte Ïngles en hora punta. Alguien gritaba en el patio interior. Siempre era la misma persona y a la misma hora. Gritaba, sin más, como un cuco dentro de un reloj de cuco. Los calcetines estaban en ese punto tomate en el talón que dejaban atravesar la luz de cualquier foto de un Flog. Bob Bobin decidió tomarse una taza de café. Era aún más de noche. Una llamada de teléfono le detuvo en seco, se le cayó el café y supo lo que significaba que un dedo gordo pasara a ser morado. Cogió el teléfono. Detrás, la voz de Karla Mahoni sonaba opaca y sombría.
Había muerto su hamnster Lero e invitaba al funeral a Bob. Una lágrima estúpida fue cayendo hasta el dedo morado de Bob. La tragedia parecía regir su vida, o al menos, desde que apagó la lavadora y cogió el teléfono. Colgó con prisa. Se le cayó el teléfono y rompió un pequeño perrillo de parcelana casi china que su abuela, Alice Borman, le regalara siendo feto. De nuevo la tragedia podía palparse. Un grito profundamente gutural le puso los pocos pelos que tenía de punta. La depilación laser daba resultado. Se acercó a la ventana y vió a Sandra Pulpejo de Ariola, una venezolana maravillosa que había ganado el premio Miss Calabaza en el siglo pasado. ¡No! Cogió la taza de café y se la bebió de un solo golpe. Cayó desplomado sobre la mesa art deccó que le regala Marta Fernández, campeona de natación en peceras para escalares. Se hizo todavía más de noche, incluso la noche llegó totalmente. Bob estaba quedándose frío, con esa sensación de quien pasa a ser un fiambre que la casualidad pone en el mercado.
2 comentarios sobre “El precio del Café”
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Me gusta el estilo de la narración, varios aspectos que son para todos los demas sin importancia pero trascendentales para el personaje. Transcurre en una mala racha que termina pagando lo mas alto, dando poco valor a las cosas de su alrededor como lo es la mesa art deccó, sin importar las peceras escalares ni nada de lo demas, que tal vez le dio valor a muchas cosas antes, pero en ese momento, nada valio la pena. Un saludo Greko.
Y cantó como Aute: “¡Ay, amor mio, que terriblemente absurdo es estar vivo!”
De nuevo, en tu pequeño teatrillo absurdo de la vida, Greko, fresco y renovado.
Sin duda, un café muy caro.