El rigor de la ley

Todo esto era más emotivo cuando existían las lloronas, institución antigua que tanto realce daba a un funeral. Ahora, apenas la viuda gime un poco, sentada frente al cajón a un par de pasos de mí. Cada tanto, su hija, sin demasiadas muestras de dolor, la acompaña hasta el baño, y vuelven con el rostro colorido, repasado de polvos cosméticos. Hace un rato llegaron unos parientes del difunto. La viuda recibió el pésame con cara compungida, “Dios lo tenga en su santo reino”, y pronto la conversación sobre lo cotidiano, acerca de la herencia, siempre escasa, distendió el ambiente.

Tampoco es que yo haya llorado demasiado. Mal que mal, no era más que una de las acreedoras del difunto. Parecerá extraño, pero cuando alguien muere sin pagarme, no sólo computo la pérdida en mis cuentas, sino que trato de acudir al velatorio, y ofreciendo la deuda insoluta como sacrificio por la salvación de mi alma, borro de mi recuerdo hasta el nombre del infortunado.

Así expío las culpas de ser una usurera. También lo hago para desmentir a mi padre. Muerto hace ya varios años, él jamás aprobó mi ocupación ni mis negocios. Desperdiciado el deseo de agradarlo, karma de todo primogénito, nació la relación contradictoria que mantengo hasta hoy con su memoria. Con ironía, manifestaba su desaprobación con la consigna “te olvidará tu familia, te olvidarán tus amigos… pero tus acreedores no te olvidarán nunca”. Yo, acreedora por excelencia, olvido a mis deudores aún antes de su entierro.

Creo que don Juan, el beneficiado de hoy, se sentirá honrado con mi presencia y mi perdón. Era puntual y correcto en los pagos, cosa no menor en estos tiempos. No podía sino que acudir al velatorio, a cumplir mi ritual, como el personaje nerudiano que saltaba sobre féretros desconocidos.

Las divagaciones del prestamista usurero de condonaciones post – mortem, se interrumpieron de improviso. Y la viuda que acababa de representar la escena enésima de desconsolado llanto, seguida de una sonrisa cómplice al vecino que tanto la había amparado en los últimos tiempos, quizá demasiado, quedó pétrea, de pie junto al cajón. Desde adentro se sentían golpes y pataleos. Alguien se acercó a la ventanilla, y tras constatar que el muerto no era muerto, dio la voz de alarma. Los deudos, que habían dejado de serlo, y el acreedor, que lo era nuevamente, formaron un corrillo junto al féretro.

El asunto era meridianamente claro: Juan estaba vivo; el certificado médico de defunción, obtenido entre gallos y medianoche para poder enterrarlo, era evidentemente inválido; el trámite de posesión efectiva, iniciado en el Registro Civil esa misma mañana, debía ser dejado sin efecto; la deuda debería ser pagada, porque la conocida liberalidad del prestamista no contemplaba el caso de los resucitados; los empleados de la funeraria consideraban que sus honorarios y el valor del cajón tenían que ser cancelados de todas maneras; los proyectos de una mejor vida para la viuda y el vecino quedaban en entredicho, porque Juan, el marido, en definitiva no había pasado a mejor vida; y cada uno de los presentes, que se habían ausentado de sus trabajos y ocupaciones a causa del velatorio, había de algún modo perdido la mañana.

Fue el prestamista, acostumbrado a tribunales y leguleyadas, quien hizo la pregunta que ponía en suspenso tales disquisiciones, y que logró oscurecer lo que todos, de pie junto al cajón, asombrados aún con los golpes que continuaban insistentes, tenían tan meridianamente claro.

Y bueno, ¿Qué se hace en estos casos? ¿Se puede sacar legalmente del cajón a alguien ya a punto de enterrar? No nos vayamos a meter en un forro.

Propongo que formemos una comisión, que debiera presidirla la señora Marta, como esposa de don Juan, y designemos a alguien para que vaya a preguntar a la comisaría. Si quieren vamos en mi auto.

Marta, la mujer del occiso que al parecer ya no lo era, asintió con la cabeza. Espantada, sólo atinaba a afirmar el féretro que, producto de los golpes cada vez más fuertes, peligraba con caer desde la mesa en que lo habían acomodado. Además, la impresión y el pasoso olor de las flores funerarias le estaban haciendo sentir jaqueca.

El cabo de guardia poco comprendió de cuanto la comisión intentaba explicarle. Ciertamente algo de leyes había estudiado en la Escuela de Formación Policial, pero nunca le instruyeron acerca de que hacer con un muerto que, según le relataban, golpeaba el cajón desde adentro. “Si quieren hablamos con mi teniente, que es más versado en estas cosas… El único problema es que salió en el radiopatrulla para hacer un control, pero debe estar por volver”. Quince minutos sin obtener respuesta y dos llamados por radio infructuosos les parecieron suficientes a los comisionados. “A lo mejor en la Notaría les pueden dar una respuesta”, les dijo el cabo cuando subían nuevamente al auto del amable acreedor.

En la casa, entre tanto, las opiniones estaban divididas. Con la batahola habían empezado a llegar otros vecinos, y una docena de mirones se agolpaba en la puerta. Más y más opinantes. Incluso alguien trajo un Código Civil. “Si Andrés Bello no lo ha resuelto, no lo ha resuelto nadie”, sentenció un profesor de la escuela dando muestras de su cultura jurídica. Aún así se paseo mucho rato por los artículos sobre la compraventa, el arrendamiento, la anticresis y la prescripción, antes de dar con los de la sociedad conyugal. Allí hubo de detenerse un buen rato, pues existían en el ambiente varias preguntas acerca de los derechos patrimoniales de la viuda, temas importantes de resolver, aunque ahora quizá no lo fuera. Finalmente, logró ubicar el título acerca de la existencia y fin de las personas. Sin embargo, como vaticinador de una profesión maldita, nada parecía haber dicho Bello sobre el tema de los resucitados. Había algunos artículos sobre la muerte presunta, pero ninguno de ellos parecía adecuarse al caso.

La Notaría estaba cerrada. Debieron haberlo previsto, pues ya era bastante pasado el mediodía. Tampoco tuvieron mejor suerte los comisionados en el juzgado, donde un portero sólo pudo explicarles que los expedientes eran reservados, que el juez estaba con permiso y que el secretario del juzgado vivía en un lugar a más de una hora desde ahí, y siempre que no hubiera taco.

“Mejor volvamos a la casa”, dijo finalmente el acreedor, quien ya elucubraba acerca de si debía cargar la bencina gastada en la cuenta de don Juan. Allí la discusión seguía viva. Un grupo más exaltado, que lideraba una de las hijas del supuesto difunto, proponían abrir sin más el féretro. Si con eso infringían la ley mala suerte, en cualquier caso ella tenía un amigo abogado que podría defenderla. El acreedor estuvo de acuerdo. No lo quiso decir, para no ser cómplice de un eventual delito, pero un par de frases envalentonaron al resto. La viuda guardó silencio. El vecino que tanto la había amparado la abrazaba dándole resignación y consuelo. “Señor, hágase tu voluntad”, repetía cada tanto.

Y lo abrieron, finalmente abrieron el cajón, arriesgando contravenir el orden jurídico… Habían pasado más de cuatro horas desde los primeros golpes, habían transcurrido más de quince minutos desde los últimos. En el juicio sustanciado por estos hechos, la autopsia acreditó que don Juan había muerto por asfixia, a las dos de la tarde de aquel día.

2 comentarios sobre “El rigor de la ley”

  1. Buen texto, disfruté de la narración. Claro que, siempre se debe de poner como prioridad la vida humana, pero a veces en la vida cotidiana damos más importancia a cosas del mundo que a nuestras verdaderas necesidades e instintos, dejando morir a nuestro futuro o felicidad.

  2. !Bonito, yopis, desde el principio… desde lo de las lloronas… pasando por el avaro acreedor… y todo el conflicto jurídico!. Muy lleno de ironía sutil tu relato me llenó de curiosidad y aunque, según iba avanzando la lectura, me estaba suponiendo el final (la muerte por asfixia se estaba tramando en la mente del lector a medida que leía tus párrafos)nunca me dejó de ser interesante y me lo leí hasta el final. Señal de que es un relato magnífico. Un abrazo, yopis… y sigue adelante… que la asfixia no agote tu literatura.

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