La abuela de los ojos con tristuras verdes (Diario).

Y en el infinito de las noches está siempre durmiendo esa especie de infancia que se quedó para siempre en el estanque humilde de los patos y el surtidor; en la rosaleda llena de flores por estar pensando en ti; con las puertas granadinas del retiro madrileño abiertas de corazón a corazón; con los ojos de la abuela buscando siempre la sombra de los atardeceres pensando en su hombre muerto hacía ya tantos años que el polvo del tiempo había cubierto su rostro de una tristura grande, tan grande como aquella fotografía en que estaba él, bien trajeado, en su día matrimonial… y yo, ajeno a los sueños de la abuela, siempre manteniendo la esperanza de encontrarte en ese pasear lento entre castaños de Indias, entre moreras enhebradas en las raíces del suelo, entre los arbustos siempre perfectamente recortados del parterre donde escondía mis pensamientos en una especie de juego que me era tan ajeno a su tristura que convertí mi infantil bohemia en una sonrisa blanca.

Las tardes eran tan blancas como los cuadernos recién comprados, que siempre olían a tinta de estilográfica, donde comezaba a escribir las duras tareas diarias de este oficio consistente en aprender, comprender y aprehender, el idioma de la sintaxis y los símbolos literarios. A veces llegábamos hasta las cancelas cerradas del zoológico y entonces mis pensamientos se enhebraban con los cobayas blancos y marrones, con las tortugas tan grises como el cabello de ella, con las aves de un paraíso que era todo aquel encantamiento de las aguas de un estanque lleno de pequeñas barcas con sus pequeños sueños de amores licenciosos.

En silencio miraba yo las puntas de mis zapatos que me apretaban los pies para decirme que caminara más rápido hacia el futuro; hacia ese futuro que se estaba fraguando en tus esperanzas de poderme algún día encontrar sentado en algunos de los bancos de madera, como si trataras de obtener una memoria de mis paseos por las sendas desconocidas de los frondosos árboles.

Algunas veces miraba yo a la estatua de Don Alfonso y me quedaba, después, observando desde la metálica barandilla, a las sirenas de bronce… y entonces siempre sabía que tenía que seguir mirando al mar, al lejano mar, al extraño mar, al mar húmedo de mis recuerdos. En mi mente la poesía trataba de imponerme un sentimiento cada vez más abierto… un sentimiento tras otro orillado en el lago azul.

Otras veces la abuela de los ojos con tristuras verdes me acariciaba levemente, para no despertar los celos de mis hermanos, y me compraba un barquillo de vainilla para decirme que en algún momento me convertiría en un hombre surcando los cielos para irme lejos… muy lejos… y así poder encontrarte sentada en el borde de mi camino lento. Las horas se llenaban de la tristura de los ojos verdes de aquella abuela que tanto recordaba a su hombre perdido en una noche de lamentos y silencios.

Ella me llevó al taller del carpintero y pude ver las figuras de aquel ajedrez con las que tanto ella soñaba y me regaló una, la que más quería, la que más dolor le producía en su corazón. ¿Y tú?. ¿Dónde estabas tú en aquel laberinto de virutas de carpintero esparcidas por el suelo que me hablablan ya de tu misterio?. La guitarra estaba ya ausente de un abuelo al que sólo conocía por la fotografía grande que ella tantas veces miraba enjugándose sus lágrimas con un pañuelo blanco, como ala de paloma, bordado en las noches de los silencios.

Y un día, cuando ya mi Destino me había señalado tu horizonte sin yo todavía saberlo, ella, la abuela de los ojos con tristuras verdes empezó a morir mirándome con su plegaria: “!Encuéntrala!. !Encuéntrala y sé feliz con ella pase lo que pase y pese a lo que pese y no te detengas a pensar en lo que van a decir de ti!”. Yo le di el juramento de que habría de llegar ese día a pesar de la oposición de todos menos ella, mi querida abuela de los ojos con tristuras verdes; la única persona que confiaba en mí y que había apostado toda la felicidad de su existencia, gris como su cabello, al duro esfuerzo de un hombre que jamás dejaría de ser un niño aunque tuviera que atrapar los años que ella había ido perdiendo en medio del silencio de las noches.

Y ella se murió lentamente, hablándome algo que yo entonces no podía comprender ni entender nada más que a través de mi decisión que estaba ya marcada en el Destino sin yo saberlo. La encontraría para alegrar un poco la tristura de sus ojos verdes que, de esta manera, se convertirían en la luz de un nuevo amanecer.

Ahora está con él, con el abuelo que la rondaba siendo mozo junto a la fuente donde las mujeres llenaban sus cántaros de agua; con el abuelo al que sólo conocí por aquella grande fotografía en blanco y negro; con el abuelo que había torneado aquella pieza de ajedrez que tantos años guardé en el bolsillo de mi corazón.

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