La otra nariz

Oler es mi oficio. Soy basurero. Basurero. Basurero, que nadie quiere mirar…, dice una canción por ahí. Bueno, ¿y qué? Porque, a ver, si no fuera por nosotros, los recogedores de basura, nos ahogaríamos en la mierda, que bien conozco como huele. Nadie nos quiere mirar, pero Dorotea vino a pedirme ayuda aquel día que vi abrirse un paraíso. Había estado tan solo hasta entonces, y ella viene y ¡pam!, se fija en mi después de rogarme, vaya, como quien no quiere las cosas, que le sacara una carta que había dejado caer en el contenedor; que ella no tenía, como aquel que dice, tabla para meter las manos en la inmundicia, como hacen los tipos y las tipas esas que llaman buzos.

Pues a mi no me da ninguna pena, le dije, creo que estúpidamente porque, a ver, ¿qué pena me iba a dar si ya estaba con la mierda hasta el cuello, con mi overall lleno de cáscaras podridas de olor dulzón, papeles cagados y una costra de sangre seca que me dejó en las manos un perro que habían arrollado y tirado dentro del tanque? Aparte de que yo fui buzo también porque nunca le tuve miedo a la basura. Cuando chiquito, allá en “Palo Cagao”, mi hermano me dio un trastazo tan fuerte en la nariz que todavía tengo la marca. ¿Qué por qué lo hizo? Porque decía que yo me había metido con una novia suya, y desde entonces no nos hablamos más. Y por eso, por el golpe, perdí esa capacidad de captar los olores y ahí fue cuando empecé a meter la mano donde nadie quería, primero en las fosas, y los inodoros, haciendo trabajo de plomería, y como no olía nada, empecé a subir, ¿saben?, le gente me empezó a considerar en la pincha y ya tenía cierto estatuto, como dice la gente leía y escribía, hasta que llegó el jefecito ese que con su envidia me hizo un número ocho y yo dije, bueno, chico, me voy pa’ la pinga de aquí, y me puse a bucear, y allí conocí a la gente de mi brigada —los quiero, socios—, que me consiguieron la nueva pincha en la basura. Y me he ganado la estima de los compañeros con mi trabajo, hasta Vanguardia de Comunales salí. Y ahí me ven, con mi dinerito, tirando ahí, hasta que me encuentro con Dorotea aquel día cuando yo estaba empezando a recuperarme de mi pérdida del olfato. Y me dice: pero, ¿qué te pasó en la mano?, y es que yo tenía una cortada que todavía se veía, por unos vidrios, ¿saben? que unos irresponsables dejaron caer en el mismo tanque el día anterior; me lo dice con esa voz dulzona, y por eso odio con toda mi alma, la carta que le busqué, vaya, porque ella me da allí mismo un discurso sobre el cuidado que tengo que tener; se te puede infestar la herida, ven, lávate las manos en el patio de mi casa, y vamos a hacerte una cura que no se te va olvidar nunca, y yo me viro pa’ mi gente, que me mira con envidia, espérenme un momento aquí, caballero, vaya, mira, tómense un cafecito en la esquina, y les aclaro, antes de que cierren, porque veo a la mujer de la cafetería que se apura a cerrar la ventana, y dice: voy a almorzar, se justifica, al ver que mi gente le van pa’ arriba con cara de hambre, y yo sigo a Dorotea al patio de su casa, cogiendo por el pasillito que tiene al lado. Y en el lavadero me restriega una y otra vez después de dejar la dichosa carta arriba de una mesita de palo destartalada que tiene allí mismo, espérate, que voy a buscar alcohol también; no, que eso duele, ven, entra, no tenga pena, ¡qué cobarde son los hombres!, dice, y allí mismo en la cocina, saca un pomo y me deja caer el alcohol en la mano y me frota la herida con un algodón, y yo, que vi las estrellas, grité, sí, pero no quité la mano porque ella me la tenía cogía con suavidad, y el dolor fue despareciendo, y el olor del alcohol me destupió la nariz, me borró lo que me había hecho mi hermano. ¿Quieres que te la mame?, me suelta de pronto, y yo me quedo más tieso que una estaca, ¿qué te pasa tú?, y ella me pone la mano donde ustedes saben, y me aprieta poniéndome la estaca dura mientras me besa en los labios, y se separa de pronto, perdona, perdona, es que mi marido me dejó; la carta que te pedí fue su última carta, y me contó Dorotea que allí le decía que podía recoger un dinero que él le había dejado en casa de una tía. Ella, muy brava, la había botado, pero después lo pensó mejor y decidió buscarla. Bueno ,me voy, le digo yo un poco asustado, tengo que trabajar. Y entonces, me espantó un beso en la mejilla, ¿tú vienes mañana?, pregunta, y creo que pestañeó y todo, sí, claro, yo trabajo todos los días. Y la gente me mira con renovada envidia al día siguiente, porque esta vez si que no hay cafecito, no abrieron la cafetería de enfrente, y yo con Dorotea, conversando durante diez minutos en la cocina, ¿qué tienes en la nariz?, me pregunta, cogiéndome por sorpresa, un golpe, le digo; no, no, parece un grano, y yo, que había notado ya cierta molestia, cierto dolor, coño, tienes razón, chica, pero no le di importancia al principio. ¿Y no te molesta? No, para nada. Ven acá, mijo, ¿tú no hueles nada?, y Dorotea me miraba como esperando que yo le celebrara algún perfume caro que se había comprado para atraerme, o quién sabe, esperando que captara su fragor de hembra, porque yo empezaba apenas a oler y me confundía, ¿saben? Si no hueles nada, mejor métete a taxidermista. Yo no sé manejar carros, no puedo ser taxista, Ja,ja,ja, se ríe ella, No, no, taxidermista es el que diseca a los cadáveres, como hacía Gundlach. ¿Y quién ese ? Un científico alemán que vivió en Cuba y que perdió el sentido del olfato al disparar un arma demasiado cerca de la nariz. Como no olía nada pudo hacer muchas investigaciones, incluso taxidermizar sin problemas.

Yo me encogí de hombros y me fui. No le dije que ya estaba oliendo ciertas cosas que ella no podía.

Los socios son buena gente de verdá. Me esperaban durante quince minutos, soportando los gritos de los muchachos del barrio, ¡la gente de la peste!, mientras yo estaba con Dorotea, en la cocina o en el cuarto, no importa. Me acostaba (o me paraba) pa’ el caso da igual, con ella, rendido ante sus olores; oye, el grano te está creciendo, me advertía, y yo, qué importa; bueno, volvía a aconsejar ella, ve al médico a verte eso porque tiene dos huequitos chirriquiticos abajo, qué raro, ¿eh? Y lo que yo si puedo asegurarles es que cada vez olía mejor, o seáse, que yo iba de un extremo a otro y si antes no captaba nada ahora captaba demasiado. Podía oler los perfumes de todas shoppings, y los jabones de las boutiques, a una cuadra de distancia, y podía oler los aromas de las flores del orquideario de Viñales y del Jardín Botánico; y los almuerzos de los centros de elaboración se me anunciaban buenos o malos por su olor, llévate una cantina con viandas y potajes, le advertía a Dorotea antes de irse pa’ su trabajo, hoy te van a dar chícharos y huevo hervido con arroz crudo, como también podía decir, hoy cocinan bistec uruguayo con carnero estofado en La Torre, y esa misma noche ella preparaba su salida al restaurante. Podía oler las devociones de los que visitan las iglesias y la entrega a su trabajo de los que nunca se sienten bien en casa; podía oler el dinero (en billetes y en monedas, y en la denominación que fueran, si eran dólares, euros, chavitos o M. Nacional) y las billeteras donde lo encerraban; podía oler las añejas historias de los libros en la Biblioteca Nacional y en las librerías de uso, hasta el olor de Grenouille en El Perfume, la única novela que me he leío en mi vida, sí, la del alemán ese, Patrick Suskind; y oler el sabor de los pescados y la fragancia de los colores. Nada, nada se me escapaba, podía oler hasta la mentira, la verdad y la traición porque, chico, —díceme Dorotea un día— te está saliendo otra nariz, y de verdad, caballero, ustedes no me querrán creer, pero el granito aquel se me había convertido en otra naricita, chirriquitica, surgiendo amenazante de la nariz normal, y me explico, había estado exprimiéndome el grano para que saliera la grasa sin conseguirlo, porque eso era, otra nariz,¡y con ella captaba los olores suplementarios que los otros no alcanzaban!

Empecé a taparme la nariz para que nadie notara la anomalía. Mi trabajo lo justificaba. Pero. Además, quería disminuir con eso tantos olores que me volvían loco.

Un día, el olor de Dorotea me llegó mezclado con el de otro hombre. En una esquina, los sorprendí cogidos de la mano. Cuando la llamé, ¡aclárame esto!, recuerdo que le dije, el tipo se volvió hacia mí. ¡Aquí no hay nada que aclarar!, me gritó, ¡Ella es mi mujer!, y Dorotea lo corrobora con su silencio, y cuando yo trato de forzar las cosas, me espantan un puñetazo en la nariz que me tumba pa’l suelo sin sentido. Y si ustedes supieran, no hay mal que por bien no venga. Al despertar en el hospital, me dicen que me habían tenido que ajustar el tabique y operarme y todo eso. No me dieron más detalles, así que no puedo decirles qué pasó con mi otra nariz. El caso es que desapareció, o a lo mejor nunca estuvo allí.

Y he vuelto a perder el sentido del olfato.

Pero dejé la Basura.

Ahora trabajo como taxidermista.

Adriel Gómez

2 comentarios sobre “La otra nariz”

  1. ¡Un cuento genial Adriel! Leí ayer tu última poesía, la que subiste ayer o estos días, y me paré en tu perfil por si eras nuevo. Pero ya veo que escribiste varias cosas. A ver si un día le echo un vistazo al resto. Por lo demás felicidades! encontré muy entretenido el relato. Es muy muy original

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