Samantha

“Estaba sentada en mi cama…” Explicaba con una voz apagada, hundido en el diván de mi consulta. “¿Qué hacía ella?” Pregunté intrigado, escribiendo en mi libreta de cuero gastado cada pensamiento pasara por mi mente. “Sollozaba.” Respondió, “Sollozaba con la más sincera de las penas.”
Desde hace un tiempo he oído a este paciente culminar dentro de su extraño juicio. He sido sicólogo por muchos años, pero nunca he tenido un paciente que me invoque a meditar como el de esta historia.
Llegó aquí en una tarde de sábado lluvioso, y con timidez explicó su especial condición. Alucinaba. Alucinaba voces que luego tomaron forma. Forma que se adaptó a una mujer joven que no parecía conocer ni recordar, pero por alguna oscura razón, estaba ahí.

Cada vez que lo veía llegar a mi consulta veía en su rostro que perdía poco a poco su cordura. No por los hechos que acontecían sus raros días, sino por el hecho de no saber qué demonios los causaban. Ninguna enfermedad. Ninguna historia, ni ninguna anormalidad. Era un hombre sano y activo, querido y saludado, que en un gatillo del destino, poco a poco fue llegando a lo que yacía en el diván aquella tarde lluviosa; un hombre delgado, de mirada preocupante e inseguro de su propia existencia.
“¿Le hablaste?” pregunté sin quitar la vista de mi libreta. “No”, respondió seco y llano.
Comenzó a alucinar desde hace unos meses. Comenzó con un sollozo. Todos los días a eso de las nueve, un sollozo desesperante, lastimoso, se expandía por toda la casa y hacía retumbar las paredes, como si la casa misma estuviese llorando, según mi paciente describía. Sin embargo, ese día vino con una noticia algo más fresca; ese fue el día cuando mi paciente encontró a quien lloraba.
“¿Cómo era?” Pregunté tomando mi barbilla. Sus respuestas eran claras; el confiaba en mi. “Llevaba un suéter.” Respondió con la mirada perdida. “Uno gris. Tenía cabellos oscuros y ojos claros.” “¿Te vio?” Inquirí. “Sí. Me vio” respondió sin dudar esta vez. Un silencio de su parte, y luego prosiguió. “En cuanto encendí la luz, volteó a verme. Dejó de llorar en ese instante.”
Su expresión se perdía en su relato mientras respiraba sonoramente. “¿Te dijo algo?” Me esforcé por hacerlo concentrarse en su narración. “Preguntó si podía verla…” Aclaró haciendo una pausa. “Pero no respondí nada.” “¿Qué hiciste entonces?” Encogió los hombros ante mi pregunta. “La ignoré.”
Estuvimos un largo rato en silencio. Era la primera vez en semanas que veía a este paciente, y no estoy seguro de porqué dejó de venir. Todas las consultas a las que asistió intenté encontrar una razón, por mínima que sea, a su alucinación, pero pese a mi experiencia y habilidad, fallé rotundamente. “¿La sigues viendo?” Pregunté preparado para anotar en mi libreta. El sonrió en una carcajada irónica, con tintes de desesperación.
“Desde aquel día no he dejado de verla”, respondió tragando saliva. “Los primero días me hablaba preguntándome cosas… Pero no quería admitir que estaba ahí. Hubiese sido admitir que había perdido mi sano juicio por completo.” “Entiendo.” Afirmé registrando cuidadosamente en mi libreta lo importarte de este caso. “¿Qué cosas te preguntaba?”
“Si vivía solo, de qué trabajaba, e incesantemente, cuál era mi nombre.” Indicó acomodándose en el diván. “Me seguía a todos lados, pero nunca me seguía fuera de casa. Cuando no me estaba siguiendo, se sentaba en mi sala de estar y ahí quedaba.” “¿Alguna vez le dirigiste la palabra?” “Eventualmente.” Respondió.
“Fue el día que me despidieron. Hubo recorte de personal, y mi jefe llamó cuando estaba viendo televisión por la tarde. Ella oyó todo, incluso cuando lancé el teléfono a la pared. Me tomé la cabeza pensando qué demonios haría de ahí en adelante, cuando oí un sonido. Era el sonido de una taza frente a mi rostro; me había traído una taza de café. Me explicó que ella había notado que tomar un café me ponía de buen humor, y que era lo que necesitaba ahora.” “¿Ella te sirvió café?” pregunté algo asombrado. ¿Una alucinación le trajo un café? ¿Habría alucinado un café también?
“Así es. Me sirvió un café, y se sentó junto a mí con una gran sonrisa. Me sentí pésimo recordando todas esas veces que ella me habló con voz dulce y yo la ignoré… Así que le pregunté si quería un café para acompañarme. Me miró sorprendida un momento, y al instante asintió enérgicamente…” Acalló su relato. “Luego de eso, no logré callarla en todo el día.”, añadió, y rió un poco. Yo también sonreí, y como en un momento de nerviosismo, comenzamos a reír a carcajadas. Ambos hicimos silencio luego de un rato. Nuestras expresiones se congelaron en un tono lapidario. Como un balde de agua fría nos acordamos; ella era sólo producto de una demencia. “¿Qué te decía?” Pregunté, reanudando el espectáculo.
“La mayoría eran preguntas sobre mí. Ella afirmaba no saber mucho de ella misma… Cuando le pregunté su nombre, tartamudeó un poco, y terminó por darme uno para luego admitir que lo había inventado.” “¿Qué nombre te dijo?”
“Samantha. Lo sacó de una revista sobre televisión. De hecho, mucho de lo que decía sobre ella parecía de la misma revista.” Sonrió. Le devolví la sonrisa sólo para acompañarlo. Estaba muy consciente de que cada palabra de su narración era una gota menos en su sano juicio.
“A veces yo salía e invitaba vecinos a casa. Los atendía por un rato y luego me despedía de ellos. Hacía eso sólo para ver si alguien más podía verla, pero nadie lo hizo.” Detuvo su historia con un suspiro sonoro. “Sé que estoy demente…” Afirmó con una mirada angustiada. “Ya no me cabe duda.” “Muchas personas sufren de alucinaciones, y te aseguro que la mayoría se mejora. No pienses así, no ayuda en nada.” Intenté aliviar su turbia mente, pero el sólo permanecía con la vista perdida en el suelo. “Podía notar la pena en su rostro cada vez que traía a un vecino sólo para ver si alguien más podía verla… Podía notar su pena, y me sentía mal.” Dirigió su mirada hacia mí. “Dígame usted si no estoy demente.”. Silencio. Medité un segundo. “Suenas convencido…” Afirmé con seriedad. “¿Qué pudo haber pasado que estás tan convencido?” Inquirí, provocando una rápida reacción.
Me miró a los ojos con desconcierto, y volvió a esconderlos en el suelo. Esperé en silencio por una respuesta, pero no parecía estar dispuesto a entregar una. El tiempo continuaba andando y mi paciente no emitía sonido alguno más que el de algunos suspiros. “¿Le preguntaste alguna vez porqué lloraba?” Decidí cambiar el tema preguntando otra cosa.
“Si. Lo hice una vez. Estábamos viendo televisión y, como siempre, aguantaba mil preguntas acerca de lo que sea que estuviese en la pantalla. En cierto momento miré el reloj sobre la pared, y con un escalofrío observé que eran las nueve. A esta hora solía oír todos los días aquel triste sollozo que resonaba en mi hogar, y que había cesado con la llegada de Sam––…” Hizo una pausa, y luego corrigió. “De mi alucinación…” Me observó nervioso, pero me mantuve inexpresivo. “Se me ocurrió preguntarle en ese momento.” Continuó, “y ella pareció ponerse triste nuevamente. Respondió luego de un momento de silencio, diciéndome que lloraba porque estaba sola.”
Soledad. Creó una alucinación solitaria que necesitaba de él… Pero mi paciente no llena el perfil de alguien que necesite gente alrededor ni que sienta el peso de la soledad. ¿Por qué crearía una alucinación así?
“Pareces llevarte bien con ella… ¿No es así?” Pregunté causándole incomodidad. “¿A qué te refieres?” Preguntó defensivo. No respondí nada en absoluto, y me limité a observarlo. Sabía que cedería a su propio peso, y lo hizo luego de un momento de corto silencio.
“Es amable.” Respondió. Otra vez, guardamos un silencio mutuo. “Nos llevamos bien. Siempre estoy enseñándole a hacer cosas para que se entretenga mientras no estoy.” Añadió sonriendo. Mi paciente se acomodó en el diván y me miró directamente a los ojos. Su expresión ahora era seria.
“El otro día le enseñé a jugar cartas.” Continuó su relato sin cambiar de expresión, “Aprendió muy rápido. Cada vez que volvía a casa luego de otra mañana perdida buscando trabajo, ella estaba en el comedor, sentada en la mesa, con las cartas repartidas y dos cafés servidos, esperándome con una gran sonrisa.” Tragó saliva. Rió mientras una lágrima se formaba en sus ojos. “Siempre me tocaban las peores cartas.”
Tomé un pañuelo de mi bolsillo y se lo entregué. Lo rechazó, y secó sus lágrimas con sus manos. Tomó su cabeza, tapando sus ojos. “Sé que no es real.” Su voz susurrante era testimonio de un sufrimiento silencioso que había sabido ocultar muy bien desde que entró en esta consulta. Le di un momento para descansar. En ese momento dejó de ser una historia interesante, y pasó a ser una muy amarga.
“Mencionaste que ella no te seguía fuera de casa.” Dije hojeando mi pequeña libreta. Mi paciente me miró esperando a que continuase. “Entonces… ¿Por qué no buscas un lugar distinto donde estar un tiempo?” Añadí, preparando el terreno para una noticia inminente. El necesita estar en una institución donde pueda mejorar de tal severa alucinación. Suspiró como si entendiera mi juego, y levantó sus cejas. “Creo que no tiene caso que omita cosas a estas alturas…”
Sin inmutarme le hice un gesto para que dijese lo que debía decir. Esperó un momento, e inspiró aire.
“Si. Si hubo algo que me convenció de que estaba demente.” Mencionó haciéndome recordar que se lo había preguntado hace un rato. “Te escucho, entonces.”
“Estaba en mi habitación. Revisaba papeles y cosas burocráticas. Samantha estaba abajo, en el primer piso viendo televisión. O al menos, eso creí. Entró en mi pieza tocando la puerta, como suele hacer siempre que se siente sola, y se sentó junto a mí preguntando qué hacía. Cada vez que hablaba con ella, me sentía menos extraño. Es decir, siempre estuve consciente de que ella era irreal, pero con el tiempo… Como que ya… Ya no me importaba…”
Entrecrucé mis dedos, y los puse bajo mi barbilla en señal de meditación. Esa frase no me había gustado para nada. Su sonrisa indicaba que su narración seguía.
“Al rato, me estaba ayudando a ordenar esos papeles. Estaba silenciosa, y parecía tener algo en mente. Luego, de la nada sacó una pregunta…” Mi paciente tragó saliva. “¿Qué te preguntó?”
“Me preguntó porqué nunca le había pedido que se vaya. No hice nada más que quedarme en silencio.” Mi paciente puso su mano en su mentón. “¿Por qué nunca le pedí que se vaya?” Se preguntó a sí mismo y yo lo observaba con intriga, esperando a que se respondiera. Luego de un silencio, decidí mencionar algo. “Tal vez quieres que ella esté ahí.”
El sonrió. “Fue cuando acepté que ya no había vuelta atrás para mí.” Afirmó.
Lo miré larga y penosamente. El se recostó en el diván, y cerró sus ojos. “¿Sientes algo por ella?” Pregunté.
Mi pregunta caló hondo en su firmeza. Arrugó un poco sus mejillas, como reteniendo las ganas de romper en llanto. Giró su cabeza, ocultando su rostro. “Nunca he sido un hombre fuerte.” Señaló con extrema melancolía.
“Quiero que vengas mañana a mi consulta.” Mencioné, pero no volteó a verme. Era hora de decírselo. “Empaca lo que necesites.”
Me observó con su rostro lloroso. “¿Dónde iré?” Preguntó con miedo. “No pongas esa expresión.” Ordené sacando un nuevo pañuelo y entregándoselo. Lo aceptó de inmediato. “Debes estar en un lugar donde puedas concentrarte en mejorar. Esto es puramente sicológico.” Expliqué intentando calmarlo. El bajó su mirada pensativo. Luego de un momento, volvió a mirarme a los ojos. “¿Qué pasará con ella?”
“Ella no existe.” Afirmé, “Mejorarás cuando lo comprendas.” “Pero no la quiero perder.” Replicó levantándose del diván para sentarse en él.
“No puedes perder algo que nunca existió.” Intenté razonar, Su mirada parecía enfadada. “¡No me diga que no existió!” Exclamó. “Puede que ella no exista, pero lo que yo sentí si existió.” Nos observamos un momento. Me quedé en silencio esperando que calmase sus ánimos. “Sabe…” Comenzó a hablar, “Usted se equivoca.”
“Sólo intento ayudarte.” Aclaré algo nervioso. Estaba perdiendo el control de la situación.
“Usted… Sólo no entiende.” Hizo un gesto de decepción. “Entiendo lo suficiente. Es hora de que te des cuenta si es que quieres mejorar; ella no es real.” Respondí con autoridad.
“¿Mejorar de qué? ¿Real para quién?” hablaba articuladamente, gesticulando cada palabra. “Todo lo que ha hecho esa mujer… Es darme alguien por quien preocuparme.” “¿No crees que eres tú mismo quien ha inventado alguien por quién preocuparse?”
“¿Qué sabe usted de realidad?… ¿Cómo puede decir que ella no es real? ¿Quién en esta tierra podría afirmar que ella no es real?” Preguntó firme. “Míreme a los ojos” Continuó. “¿Ha hablado de alguien sobre mí?” “Esto no se trata de mí.” Respondí con seriedad.
“¿Acaso no le parezco un caso extraño? Podría decirse… ¿Único?” Continuó con su pensamiento, y yo no mostraba respuesta. “¿Podría o no estar usted alucinando un paciente frente a usted?” “Esto no se trata de mí.” Repetí con la misma seriedad.
“¿Podría o no ser yo un producto de su propia soledad?” Preguntó sorprendiéndome. “Esa soledad…” Continuó, “¿Esa que siente cada vez que llega a su casa vacía a pensar en la mujer que le dejó?”
“… ¿Cómo demonios sabes eso?” Me erguí en mi asiento intimidado. “Su dedo anular está marcado por una argolla.” Respondió. Miré mi dedo, y la cicatriz vieja de mi fallido matrimonio era evidente. Suspiré. “¿Acaso lo hice dudar de mi existencia?” Preguntó en retórica victoria.
Sus preguntas me tenían acorralado. Su visión de realidad era tan torcida, que comenzaba a expandirse por todo el ambiente. “Esto no se trata de mí.” Volví a insistir, con la esperanza de que desista en hablar así.
“¿Acaso no es suficiente que sea real para mí?” Afirmó persuasivamente. “¿Acaso daño a alguien? ¿¡Acaso ella es un peligro para mí, si todo lo que hace es hacerme una mejor persona!?” “Sabes perfectamente; estás fuera de tu sano juicio. Llegará el punto donde dejarás de tener control de tu mente, ¡y ahí está el peligro!” Le señalé, recalcando cada sílaba. “No quiero que caigas en la locura” recalqué.
“No…” Movió su cabeza con una sonrisa. “Locura sería abandonar por mi propia voluntad a la única cosa que me trae una sonrisa al rostro. Esa sería una locura.” Se levantó de su asiento y arregló su chaqueta. “Te tienes que internar” Afirmé sin convicción. “Lo sé.” Respondió complaciente, “pero no lo haré por mi propia voluntad.” “Tengo una obligación en proteger a los demás y a ti de ti mismo.” Intentaba razonar, pero no parecía tener éxito alguno. “Si me quiere obligar…” Se dirigió a la puerta, “sabe donde vivo.” Y tal como llegó, lento y veloz en un corto suspiro, desapareció por el umbral de la puerta.

Estaba solo. En un segundo, estaba solo otra vez. Solo con el silencio y la luz tenue de un atardecer inminente. Miré a mí alrededor, y la paz plena que reinaba en el aire parecía irreal. Todo parecía una ilusión, como que nunca hubiese pasado. Sin querer comprendía lo que quería decir este extraño paciente. Aún así, tenía un deber. Una alucinación te entrapa para parecer realidad. En cualquier momento puede transformarse en un peligro. Cualquier ventana a tu propia mente lo es… pero, ¿por qué no estoy convencido?
Tomé mi teléfono. Si llamase a algún centro mental podría salvarle la vida a este paciente, y también matar a alguien irreal. Pero, ¿qué tan irreal? ¿Tan irreal como para no pesar en mí culpa? ¿Tan irreal para no sentirme un asesino?…
Marqué. Sonó el tono y contestó el encargado. Le expliqué la situación y le entregué la dirección de la casa de mi paciente. A medida que salía de mi consulta veía todo con un color distinto. Ya no estaba seguro de nada. ¿Cuántas personas habrán sido nada más que una ilusión en mi vida? Miré mi dedo anular. Tal vez ella también lo fue…
Llegué a casa con la decisión más importante del resto de mi vida. Sería el último día que podría ser el hombre centrado que corrija a los que no siguen la línea. Ya no podía ejercer. Tal vez si estoy viejo después de todo…

A la mañana siguiente me llaman a casa. Tomé el teléfono contestando con voz seria, y escuché una noticia que no me sorprendió para nada. Mi paciente escapó de su hogar, y no lo podían encontrar. No me sentí culpable ni nada, cumplí con mi deber de notificarlo, y sinceramente, creo que estará mejor así. Antes de que colgara, quién me llamó mencionó algo más. Dejó una carta antes de irse, pero no parecía tener sentido. Pedí que la leyera.
“La realidad es una fantasía” decía inscrita con largas letras, y junto a la carta, una pequeña foto de un hombre delgado, con mirada alegre, abrazado de una mujer de suéter gris, cabello oscuro y ojos claros. Pasmado, volví a pedir que me describieran la fotografía, pero ni en mi mano ni en mi habitación había un teléfono.

Un comentario sobre “Samantha”

  1. Que loquera!! que loco!.. me gusto mucho el relato Virtual!!.. vaya que lo disfrute, la verdad a veces me pasa que cuando termino de hacer algo y quedo en paz en X lugar, siento como que lo que hice anteriormente fue una fantasía. Como una sensación de alucinación. Sé que estoy loco pero no tanto jaja, felicidades, la verdad supiste desarrollar la sensación y la trama. Saludos a la distancia Virtu@l.

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