Treinta

Tenías luz en el pelo
y repartias patadas a diestro y siniestro a todos aquellos
hijos de puta
Y tenías la polla dura entre mis manos en aquel bar repleto
con escaleras y oscuridad, el olor entre mis dedos.
Digamos que después con todo ese rollo del amor y las viejas canciones
todo se complicó un poco
innecesariamente pese a la prisa o alguna interrogación usada.
Todo parece a veces tan auténtico, tan absolutamente irreal
que piensas:
-vaya, es así como lo estaba esperando, como tiene que ser.
Cayendo después en la cuenta de que al fin y al cabo
el corazón del loco es aquel que siempre late, pese a la oscuridad
pese a la verdad
y al hinchado deseo, como un recuerdo velado
de lo que fuimos
de lo que
quisimos ser.

La ausencia de ese deseo, el olvido de ese recuerdo
es el que hace que un día, despiertos en la oscuridad
con treinta años y un vehículo de motor en la calle,
drogados, ciertamente venidos a menos
no podamos
seguir
soñando
no podamos
seguir
pensando:
“he ahí
todo lo que siempre deseé
no tiene nombre pero se
que es el momento”

¡¡Agarralo!!

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