Se fleta

¿Una historia? Siempre les gusta que el gringo cuente historias. Aquí les va una, y nada de andar contándola de nuevo por ahí, que soy algo paranoico.
Todo remonta a algunos años atrás, antes de llegar acá. Fue el año en que pasé de poblador patético a insignificante. En ese entonces, era flaco y algo blancuzco, con el pelo largo y claro, cortesía de mi padre extranjero; Y en ese mismo entonces, Mi mujer me dejó, mi jefe me despidió, y subió el precio del cigarro. Vaya año para mí, ¿no?…
Gracias a la tierna casualidad, me quedaba un solo amigo a quien acudir, y acudí a él bastante desesperado. Lo único que logré, fue encontrar a alguien que me necesitaba a mí más de lo que yo a él. Mi amigo y confidente Carlos. Bajo, menudo y moreno, su mujer le quitó todo al infeliz. Tendría trabajo si tuviese contrato por hacer fila para cobrar el cheque de cesantía y el bastardo ni siquiera podía fumar. Vaya par de olvidados que éramos…

¿Qué hicimos? Lo que cualquier idiota haría: algo idiota.
Estábamos en el infierno, quemándonos como unos pobres diablos. Y en el infierno, manda el pecado. En otras palabras, tienes dinero, mandas. Ahí estaba nuestro primer paso. Ahí fue cuando pasamos de ser amigos a ser socios: formaríamos un negocio.
El capital inicial fue bastante anormal; Carlos puso su única posesión que no le había succionado la vampiresa de su ex mujer, que no era más que un furgón oxidado que les daba escalofríos a los vecinos con hijos pequeños. Y qué digo yo, si mi única posesión material era el pantalón que llevaba puesto. Así, mientras Carlos aportaba con su furgón, yo aportaba con algo más abstracto: mi innata capacidad para convencer y mi compleja elocuencia. Lo cual es una versión literaria para decir que soy bastante charlatán. ¿Ven como mejora las cosas mi elocuencia?
Entonces, ¿qué más haríamos un charlatán y un furgón gastado? Flete, eso haríamos.
En la ciudad donde estábamos no había trabajo ni de mendigo. Así que viajamos a la capital como última esperanza de salir del infierno en el que estábamos.
Por algunos días quedamos peor. Dormíamos en el furgón con un frío de los mil demonios, y con un lastimoso letrero colgando de una de las ventanas sucias del vehículo, anunciando la mítica frase “Se fleta”. Pasaron días, pero pasaron al fin y al cabo. Llegó un trabajo.
Era un hombre viejo, algo campesino. Teníamos que llevar unas cajas al otro lado de la ciudad, y eso era todo. Pero no, aún no es el negocio del que les voy a hablar.
Cuando llegamos al destino, nos pagaron ahí mismo. El tipo que nos pagó nos pidió de inmediato otro flete, esta vez unos kilómetros fuera de la capital. Había una condición, eso sí. Lo que sea que había en las cajas era de naturaleza sombría, y lo único que él quería era un par de idiotas que necesitasen el dinero y estén limpios de todo crimen, como para que nadie revisara lo que iba en las cajas ni tampoco se preocuparan por autoridades fisgonas a la caza de traficantes. Por suerte para nosotros, éramos los idiotas perfectos.
Ese viaje fue de lo más relajado. Llevamos las cajas sin preocuparnos mucho; aún éramos los pueblerinos brutos ahogándose en la capital. Llegamos al destino, y volvimos al inicio por nuestra paga. Ahora, escuchen; aquí empieza el negocio.
Nos pagó el triple de lo que el otro infeliz nos había pagado. Y todo por ni siquiera mirar las cajas. Ahí fue el único aporte verbal que Carlos jamás haya hecho. Carlos menciono de inmediato que esa era política de nuestra “empresa”. Nunca mirar qué llevábamos, sólo llevarlo. Y el trabajo empezó a llover.

No era difícil transportar cosas ilegales a través de la ciudad. Lo difícil era tratar con quienes cerraban los tratos, los que usualmente tenían un gusto por amenazar y aterrorizar describiendo que pasaría si es que llegases a perder la carga. Claro, ahí recibía todo el peso yo, que era la cara de la empresa; el que negociaba. Pero bueno, el dinero lo valía.
Cuando se trataba de gente peligrosa, que créanme, había gente peligrosa, usaba un disfraz barato. Sólo así podía calmar mi paranoia declarada. Un par de gafas oscuras, ropa formal de quíntuple mano y el gel más barato de los siete mares, todo bajo el nombre de “El flaco”. Con el tiempo, se volvió mi identidad de negocios, y se nos conocía como “El flaco y don Carlos”. El rostro adulto de Carlos, pese a tener mi misma edad, incitaba a llamarle por “Don”.
Adoptamos una fórmula tácita a lo largo del negocio. Carlos se quedaba en el furgón, mientras yo trataba con el cliente. Siempre introducía a la empresa con la frase que hacía sonreír como quinceañeras a los traficantes. “Sin oídos, sin ojos ni orejas. ¿Qué quiere mover?”.
Claro, era sólo una frase. En realidad, sí habíamos visto, a veces sólo de curiosidad, una que otra mercancía, pero éramos cuidadosos; mi paranoia entraba en utilidad aquí. Espiar que transportábamos nos ayudaba a veces a determinar por qué calles pasar para evitar a distintos tipos de policías.
El cargamento que usualmente llevábamos era drogas. Lo más extraño que hemos llevado fue una enorme caja con una sola pistola vacía dentro. Claro, a la semana después vimos la misma pistola en la televisión, inculpando a un tipo de un asesinato y ahí entendimos el porqué de esa carga.
Éramos toda una sensación en el infame círculo de los consentidos del infierno, y para fines del mismo año teníamos todo lo que necesitábamos. Ropa nueva, departamento en el centro, hasta un furgón recién pintado. Estábamos de pie nuevamente, y orgullosos de aquello.
Pero claro, no estaría contándoles una historia así sin algún punto de interés. ¿Dónde está la picardía? ¿Dónde está el condimento? En el año siguiente.
Siguiente año, pasado el año nuevo y toda esa estupidez. Nos llama alguien conocido. Un cliente habitual, el típico traficante. Nos dice con cierto nervio que su jefe quiere encargarnos un flete personalmente. El tipo sonaba tan nervioso que tuvimos que averiguar quién era su jefe. Resultó ser el mandamás de casi la mitad de los traficantes de la capital, todo un capo de la mafia. Para dejarlo más claro, sin ese tipo, no había diarios ni noticias en el día. Y no me refiero a que el hiciera noticias, me refiero a que él controlaba a las prensas. Este nuevo cliente le precedía una fama de ser un desalmado implacable. Fallarle un trabajo significa no trabajar más en el rubro, y no me refiero a un despido, me refiero a un entierro en alguna tumba sin nombre.
Meditamos y pensamos con Carlos. Finalmente, decidimos seguir adelante con el negocio, y nos reunimos con el mismísimo jefe de la mafia de traficantes. Carlos afuera en el auto, y yo con mi disfraz ridículo.
Nos juntamos en un bar cerca del centro. Entré con el pecho inflado sólo para perder todo el aire al contar cuantos tipos con armas había sentados alrededor de este hombre, y de cómo el bar estaba vacío, exclusivamente abierto para él, sin testigos ni fisgones.
El tipo me ofreció asiento, y yo le hacía caso tal perro faldero a su amo. Me deslizó un papel. El papel decía un número bastante grande, y lo único que dijo fue “¿Entonces?”. Asentí profesionalmente, aunque si hubiese sido sincero hubiese pedido un par limpio de pantalones. El tipo era intimidante, y cómo no serlo con semejante fuerza de mafiosos bajo sus órdenes. El jefe se retiró y todos se retiraron con él, excepto dos o tres mafiosos que se acercaron a mí para cerrar el trato. Me dieron instrucciones y se marcharon. Teníamos que recoger la mercancía y llevarla al kilómetro seis por la carretera hacia el norte. Alguien la retiraría ahí, y nos marchábamos para nunca volver a ese lugar.
Conversé con Carlos, pero ni entendió mi preocupación. Él no estuvo ahí donde estuve yo, era razonable.
Mientras pasaban las horas hasta la noche, hora señalada por los mafiosos, yo no podía estar más nervioso. Había una aureola de humo y colillas alrededor mío, mientras Carlos estaba echado en un sofá viejo viendo series antiguas por cable. Llegó la hora y Carlos impacientemente saltó del sofá y me apresuró hacia el furgón. Era hora de ir por la dichosa mercancía.
Era de noche. Oscura, oscura noche. Fuimos al punto acordado. Tres solitarios tipos nos esperaban. Uno se acercó a la ventanilla de Carlos y le ordenó con voz lúgubre que no bajase. Carlos le entregó la llave de la parte trasera y prendió la radio para dejar en claro que no le interesaba ver la mercancía. Mientras, los otros dos tipos metieron el cargamento en la parte trasera del furgón. Devolvieron las llaves una vez listo todo, y se largaron. Comienza el viaje, pero el destino estaba ahí para jodernos el resto de la vida. A eso de la media noche, a minutos antes de salir de la ciudad y estar en la zona segura, nos detiene una motocicleta de policía. Carlos estaciona a un costado. Sentía mis nervios de punta, tanto, que le pedí a Carlos que tratase él con la policía, mientras yo me hacía el dormido. Me acurruqué en el asiento y cerré los ojos. Escucho que el policía toca el vidrio y Carlos razona con él. No oí muy bien por sobre el sonido de la radio, pero la conversación fue tremendamente corta. Una vez ya a solas, retomé mi posición original. Carlos no se movía de su posición y no parecía siquiera pensar en acelerar. Pregunté de qué se trató tan corta conversación. Me dijo que el policía sólo le había advertido que revisara su auto cuando encuentre algún taller cercano. ¿La razón? El aceite estaba goteando, y dejaba manchas por la carretera.
Sonreí. Era un alivio. Para evitar otro contratiempo así, preferí resolver todo de inmediato. Salí solo del auto a revisar por donde salía el aceite. Una vez afuera, noté una estrecha línea a puntos que dibujaba nuestro paso por la carretera. Me hinqué junto a una de las manchas para revisar que tanto aceite se había derramado. Era una pequeña cantidad, nada grave. Saqué un cigarro y un encendedor. Con el cigarro cilíndricamente en mi boca, cabizbajo puse el encendedor en la otra punta. Con un giro del pulgar lancé el primer conjunto de chispas del encendedor y mis ojos tambalearon. Solté el cigarro. Lancé otra chispa. Una vez más, las chispas iluminaron brevemente el cemento de la carretera. Hincado en el suelo mi vista se clavaba en la mancha del asfalto. Mi respiración se agitaba. Incrédulo, di un tercer chispazo, y la llama se formó al fin en el encendedor. Ahora la luz era constante, y alumbraba con claridad esa sección de asfalto. La mancha no era de aceite. Seguí las manchas con la vista hasta bajo el furgón. Me levanté del suelo con cada músculo en un espasmo nervioso, y en un par saltos llegué al vidrio donde Carlos esperaba en el furgón y solté la bomba: “Cae sangre de atrás”.

Ahí estábamos Carlos y yo. Las puertas traseras del furgón abiertas de par en par, y recién el olor indistinto de la sangre nos llegaba por mares.
En nuestras mentes había sólo una cosa, y eso era caos. Éramos parte de esto ahora, habíamos abierto el paquete. Siguiéramos con esto y entregásemos la carga, seríamos cómplices de lo que sea que haya matado a este pobre bastardo. Nos detuviésemos y falláramos en entregar la carga, y seríamos carne muerta terminando probablemente en la parte trasera en un furgón de otro par de idiotas que necesiten dinero.
Carlos hizo la pregunta más inoportuna que pudo haber hecho, pues tenía mucho sentido como para ser ignorada. “¿Y si es un animal?”. Obligados por la razonable pregunta, quisimos acercarnos, pero ninguno quería ensuciarse directamente con el asunto. Claro, no podíamos quedarnos ahí toda la noche con un cuerpo a la intemperie, así que me armé del valor que Carlos nunca encontraría y entré a revisar. Era una bolsa negra, firme y bien envuelta. La única razón por la que comenzó a gotear fue el mal estado del furgón; una lata al aire había cortado un agujero razonable en el plástico que detenía el líquido. Toqué varias veces la bolsa, pero era muy gruesa para adivinar que había dentro. Resignado, tomé la bolsa desde la rasgadura, empapando mis manos con sangre y volteando un poco la bolsa para ver qué demonios había ahí. En un par de segundos, una mano cayó del agujero, sobre mi mano derecha. Solté la bolsa con un estrepitoso grito. La bolsa cayó violentamente y bañó el lugar con lunares de sangre. Me bajé del furgón pálido. Carlos me gritaba cosas que mi pasmado cerebro no quería procesar; estaba paralizado ante semejante momento, bañado en la sangre de un desconocido en medio de la carretera.
Me quité mi ropa salpicada en sangre. La usé para quitar lo más que pude de sangre de mi cara y manos, y Carlos la usó como parche en la rasgadura, para detener el goteo desde el furgón. Me subí al vehículo en ropa interior. Carlos subió también. Nos observamos por un momento. Claramente, pese a lo sucio de nuestro negocio y del obvio riesgo de una situación así ocurriendo, esto no era algo que estábamos dispuestos a hacer. Aquí nos quedó más que claro; no éramos más que un par de idiotas. ¿En qué nos habíamos metido?
El plan fue espontáneo y casi demasiado simple. Fuimos en dirección a un lago cercano, preparados para lanzar el cuerpo a este. En cuanto lo hicimos, volvimos a toda velocidad a casa. Lavamos el furgón y por supuesto a nosotros mismos. Seguíamos sin mencionar palabra alguna. Antes del amanecer, estábamos en dirección hacia el siguiente pueblo. ¿Dónde iríamos? Era una excelente pregunta que no estábamos dispuestos a discutir ahora mismo. Sería lo que el viento diga…

Viajamos algunos días. Cada milla nos sentíamos observados, amenazados. ¿Cuánto pasaría antes de que el gran jefe del mercado negro en la capital se percatase que su encargo nunca llegó? Tal vez simplemente estará satisfecho de que su encargo desapareció, o tal vez no pueda dormir pensando que tenemos algo que realmente puede inculparlo. No sería extraño que nos considere soplones o encubiertos tratando de arrestar su escurridiza existencia. ¿Cuánto pasará antes de que la incertidumbre corroa su paciencia, y ponga un precio sobre nuestras cabezas?
La pregunta se respondió mucho antes de lo que hubiésemos deseado. Cuando llegamos al siguiente pueblo, una pequeña dosis de alivio nos invadió por un momento. Paramos en una estación de autoservicio por gasolina. Bajé a comprar algo de combustible con las últimas gotas de nuestra estrujada billetera, mientras Carlos estaba en el furgón. Y la temible respuesta golpeó como un rayo. Con el estruendo de uno, al menos.
Ensordecedores ráfagas ahogaron el silencio que existía en la estación de autoservicio, y en un impulso de reflejo y nerviosismo, me tiré al suelo instantáneamente.
Mi cabeza estaba hundida entre mis brazos, mientras los gritos de la pólvora llenaban el lugar. No sabía que pasaba, no sabía de dónde venían. Demonios, ni siquiera sabía si seguía con vida; pero con la misma espontaneidad que comenzó, los disparos cesaron. Levanté mi cabeza lentamente de entre mis brazos, mareado y desorientado, con un sonido agudo emanando de mis oídos. Mi vista se acomodó de a poco hacia mi izquierda, y allí había un auto negro, cuadrado e imponente. Varios sujetos sostenían armas flamantes, de aquellas que no dejan testigos.
Contrarias a su naturaleza, esas armas no parecieron acertar ningún disparo. En vez de eso, uno de los sujetos bajó su mira hacia mí, y con una voz grave y poco cordial me dijo “Tú no viste nada”. Asentí confundido. El auto se retiró, y a juzgar por el sonido no fue el único auto que realizó la masacre. Varias ruedas hicieron sonar su camino por el asfalto.
Poco a poco recuperé la razón. Comenzaba a entender qué demonios había pasado y me sentía como en un apocalipsis a medida que dejaba el suelo. Algunos cuerpos vestidos como funcionarios de la estación estaban desparramados por la tienda adjunta a la estación de autoservicio. El cajero al cual le pagaba yacía suelto sobre su contador, con la mano estirada como esperando que aún cancelara. Nadie vivo cerca, completa soledad.
Caminé unos cuantos pasos hacia el furgón… Intenté mirar hacia adentro, pero sólo veía sangre cubriendo las ventanas, dándole la privacidad que merecía al cuerpo de mi socio.
Las balas apuntaban poéticamente hacia el cielo. Probablemente, sólo se debía a que los pistoleros no eran tan estúpidos de dispararles a los tanques de gasolina arraigados al suelo, pero me gustaba pensar que reflejaban mi única oportunidad de aferrarme a esta vida. ¿Por qué no me dispararon? Esta masacre no debió haber tenido otro motivo que terminar con la vida de estos dos fletadores, víctimas de un infierno personal. ¿Por qué sólo Carlos pagó con vida nuestro error?
El resto de mi vida había sido borrado. Partía ahora a ser alguien que nunca había sido. El resto de mi vida comenzaba. Y qué manera de comenzar. Lo primero que hice Fue dirigirme a la tienda de la gasolinera y tomar lo que pude, además de saquear la caja registradora. Saliendo de esa estación del diablo caminé cuatro días y cuatro noches. Viajé en auto por cortesía de conductores por otros cinco días y cinco noches. Dentro de ese período, la única duda que me ataba a aquella masacre se resolvió de un segundo a otro. ¿Por qué no había sido asesinado? Porque pese a ser el rostro de aquella empresa, nunca fui parte de ella. Aquel que entregaba su rostro era el tipo flaco, con el cabello tieso en gel barato, con los ojos cubiertos en gafas falsas y ropa formal desgastada y sucia. Para aquellos pistoleros, “El Flaco” era una persona, y el roedor asustado tirado en el suelo era sólo un civil. Me gusta pensar en eso. Ellos mismos, aquellos que asesinaron a mi socio y debían hacerme lo mismo a mí, me entregaron mi nueva identidad: un simple civil. Ellos mataron a “El Flaco”, con o sin balas.

Cuando llegué a la frontera, pagué por un transporte “especial”. Luego de un tortuoso viaje, estaba al fin en tierra nueva. Y aquí estoy. Un blancuzco de pelos claros en una tierra morena. Un simple civil.
Dicen que uno nunca cambia. Pude dejarlo todo allá atrás, pero el universo lo equilibra entregándomelo todo de nuevo. El equilibrio es un infeliz.
Ahora ya saben. Ahora entienden por qué “el gringo” que ustedes refieren tiene un furgón, y siempre lleva colgado en él un gastado letrero que dice “Se fleta”.

Ahora, si me disculpan, tengo unos “encargos” que entregar…

5 comentarios sobre “Se fleta”

  1. ¡Mis honestas felicitaciones! Escribes de una forma envidiable, mantienes un ritmo homogéneo a lo largo del relato y, lo que es más importante, ¡engancha mucho! No he podido parar de leerlo desde que empecé. Y además he aprendido lo que es fletar je, je. ¡Un saludo!

  2. Agradezco a todos sus comentarios. Siempre me alegra saber que alguien disfruta lo que escribo, y al mismo tiempo, me motiva a no dejar de hacerlo.

    Un saludo y un abrazo a todos!

  3. Después de leer este entretenido texto me he puesto por la labor de leer todo lo que tienes publicado. Escribes de forma amena y enganchosa. Me lo he pasado muy bien, no tardes mucho en volver a deleitarnos con otro relato.
    Un abrazo!

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